Es sabido que quienes conocen la desigualdad se preocupan más por erradicarla. Esta vez son los contenedores naranjas los que, una vez más, han evidenciado esta realidad. Ya son más de un centenar los que ocupan cada rincón de la ciudad de València, sin distinciones. Sin embargo, siguen siendo los de las zonas más deprimidas aquellos que se llenan hasta los topes una semana sí y otra también (en especial el barrio de Torrefiel y Patraix). Así lo considera Eduardo Clemente, director de La Casa Grande, una de las tres entidades (junto a Cáritas y El Rastrell) que se encarga de la recogida y el reparto de la ropa que otros donan en contenedores donde se acumula lo que supone las sobras de unos y las carencias de tantos otros. Pantalones, camisetas, bolsos, mochilas, zapatos... cuya utilidad no pasa exclusivamente por la de su venta en tiendas de segunda mano por tres o cinco euros, sino también por la de crear puestos de trabajo en personas que sufren la exclusión social.

Durante el pasado año Cáritas dio empleo a 35 personas y Casa Grande a otras once que habían pasado antes por los servicios sociales municipales. «Desde hombres a mujeres, españoles, extranjeros, jóvenes, mayores de 50 años», indica Clemente, «también con personas sin hogar, con adicciones o con diversidad funcional». Un colectivo de personas que, de no ser por la recogida y la coordinación de la ropa donada, probablemente no tendrían un sueldo que meter a casa. Su sueldo, en este caso, es superior al salario mínimo. «Nos basamos en el convenio del reciclado de residuos», explica Clemente. Al César lo que es del César, vaya. Y es que la labor que empeña la plantilla del reciclado de ropa usada pasa tanto por la recogida y la logística, como la higienización o el reciclaje si fuese necesario. Una faena que no solo les permite un salario digno, sino la satisfacción de sentirse necesarios y la consecución de hábitos de socialización que quizás estaban perdidos, explica Clemente.

Y después, ¿qué hacen con la ropa? Cáritas la pone a la venta en sus cuatro tiendas de segunda mano por tres o cinco euros (en las calles Serrano, 29; Primado Reig, 18; Pedro III El Grande, 3; y Emilio Baró, 15). Las prendas que están muy dañadas se reutilizan, convirtiéndolas en trapos.

Casa Grande sigue el mismo procedimiento en algunas ocasiones, en otras las vende a mayoristas para su exportación, la mayoría de veces a Marruecos o Guinea Ecuatorial, por 35 céntimos el kilo.

También, explica Clemente, hay quien carga en el contenedor mantas que ya no usa. Estas, en lugar de venderlas, Casa Grande las dona a entidades como Amigos de la Calle para que las reparta en noches en las que el frío agrieta las manos.

Desaparición de las mafias

Si bien Clemente considera que la aparición de aplicaciones de venta de segunda mano no ha supuesto una retroceso en el número de donaciones, reconoce que la desaparición de las mafias sí ha propiciado el aumento de los kilos recogidos. De hecho, desde 2016 Casa Grande llegó a duplicar la ropa recogida (pasó de 206.923 kg a los 392.938 de 2017 y los 333.228 de 2018 -solo hasta septiembre). Fue entonces cuando consiguieron que los robos (ya comunes en los contenedores de color naranja) cesasen a partir de varias intervenciones policiales. «Tenían incluso llaves maestras para poder abrir los contenedores -asegura Clemente- las entidades nos hemos tenido que reunir en varias ocasiones para evitarlo». El «menudeo (los robos menores) no podemos evitarlo», lamenta Clemente. Una acción también muy repetida y por la que algunas personas han perdido la vida al dejar medio cuerpo fuera del contenedor.

Una falta de claridad en el destino de la ropa donada que siempre ha sembrado la desconfianza entre el vecindario. El ayuntamiento decidió en 2013 retirar los 500 contenedores instalados entonces de la mano de entidades con ánimo de lucro. Fue entonces cuando dejaron operando únicamente a estas tres entidades que ya cuentan con 50 contenedores cada una.