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Plaza del Ayuntamiento

Cine al aire libre y casetas de feria en la plaza de San Francisco

A mediados del s.XIX el lugar permanecía medio abandonado, propicio para todo tipo de delitos

Cine al aire libre y casetas de feria en la plaza de San Francisco

Del libro Memorias de un comediante [1910], del actor valenciano Vicente García Valero, protagonista de la historia del nicho 1501 en el Cementerio General, extraemos diversos apuntes del siglo XIX que él mismo cuenta como testigo ocular. Se refiere a la plaza de San Francisco (actual plaza del Ayuntamiento) en donde existía una arboleda procedente del jardín del desaparecido convento. A mediados del siglo XIX, el lugar permanecía medio abandonado y se convirtió en un espacio peligroso para quien por allí deambulara, un área propicia para robos y otros actos delictivos. Los transeúntes pasaban por el espacio triangular, junto a las paredes de los edificios, con tal de no transitar entre los monumentales árboles y la maleza que servía de escondite.

Hacia 1862 García Valero asistía, junto a su abuela, a unas sesiones de lo que podríamos considerar como los antecedentes del cine, ya que los frailes del seráfico de Asís disponían que sus hermanos legos, en las noches de los sábados, obsequiaran al vecindario con unas representaciones de sombras chinescas sobre una sábana blanca, alumbrada por detrás, que cubría el hueco de la puerta principal del convento. Los espectadores tenían que llevar consigo las sillas y algunos permanecían de pie. Todo esto ocurría en esas épocas en que ya hacía tiempo se ofrecían sesiones de fantasmagoría, pero aún no había aparecido la «linterna mágica» o los «cuadros disolventes» ni, obviamente, el cinematógrafo.

Con el tiempo se instalarían en el lugar casetas de feria por Navidad. García Valero recuerda una de ellas. Al levantar el telón, aparecía un belén en movimiento y la actuación de diversos actores. Un pastorcillo con gestos autómatas recitaba unos versos mientras perseguía una mariposa. Surgían en escena José y María comiendo los dátiles de una palmera, antes de que irrumpieran los reyes magos en su adoración al recién nacido. Unos pastores ofrecían a la santa familia muchos productos de temporada: cacao, piñones, castañas, bellotas, quesos? y hasta prendas de vestir que después se repartían entre el público.

Durante estos años las casetas continuaron aumentando su número. Sobre los 80 del siglo XIX una de estas atracciones ofrecía la exhibición de una joven que presentaban como «La Giganta». Junto al cartel anunciador se hallaba a la vista del público su enorme camisa de más de dos metros de altura. Era sostenida por un individuo que, subido a una escalera de tijera, vociferaba: «Pasen, señores, pasen; verán a la joven Lisandra, nacida en Palestina, en el valle de los gigantes, paisana de Goliat y de San Cristóbal».

Todo un atractivo añadido para los hombres era que la joven se subía las faldas con el fin de demostrar que no se hallaba elevada por un pedestal, con la promesa, además, de dar un beso en la mejilla a cualquier espectador.

Se conseguía así el efecto esperado y un inmenso gentío se agolpaba para comprar su entrada. Todo un engaño. La muchacha era alta pero no tanto. Unas tablas ocultas entre su larga vestimenta producían un desnivel que hacían alcanzar unos centímetros de más en altura.

Acabó la feria y a la pobre Lisandra -de la que no sabemos su verdadero nombre-, abandonada por el empresario, se la vio pintada de colorete barato ejerciendo en un prostíbulo de la calle de la Soledad, vía emplazada en el pendenciero barrio de «Bordellets dels Negres», próximo a la Universitat.

Tras la revolución conocida como La Gloriosa (que tuvo lugar en septiembre del año 1868) se talaron aquellos árboles centenarios y se renovó el lugar, construyéndose los modernos jardines de San Francisco. En el centro de la plaza se plantó lo que debía de ser todo un símbolo: el «Árbol de La Libertad».

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