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El urbanismo paga el urbanismo

El urbanismo paga el urbanismo

Decir que el urbanismo pague el urbanismo, significa, para entendernos, que las plusvalías generadas por el planeamiento sean las que paguen la urbanización, incluyendo no sólo las obras de las infraestructuras, sino también las cesiones de suelo para los equipamientos públicos. Este ha sido, y sigue siendo todavía, el mecanismo utilizado para la de construcción de la ciudad a lo largo del siglo XX, un modelo en el que las plusvalías derivadas de la venta de lo que se podía construir, plusvalías expectantes o a futuro, eran las que permitían pagar el «urbanismo», pasando por alto, y es mucho pasar, la presencia casi constante de irregularidades e ilegalidades.

Fueron precisamente los reiterados incumplimientos durante décadas los que generaron lo que en los ochenta se dio en llamar la deuda urbana, un déficit de «urbanismo», que los ayuntamientos democráticos intentaron liquidar. En ese momento, la magnitud del déficit impidió la aplicación a rajatabla del principio que estamos comentando, porque la cancelación de la deuda urbana mediante la «generación» de plusvalías, de «oportunidades de negocio», era sencillamente inviable, de modo que las corporaciones municipales tuvieron que hacer un esfuerzo inversor para liquidarla, asumiendo directamente los costes pendientes de la construcción de la ciudad.

A partir de la aprobación de la LRAU en 1994 el modelo de la autofinanciación se reforzó dándole un nuevo impulso. La adaptación del mecanismo, con la creación del agente urbanizador, fue tan exitoso que se llegó al punto en que los beneficios inmediatos, a presente, de la urbanización, gracias a las facilidades que introdujo, eran suficientes para financiar los costes de la propia urbanización. Es decir, se llegó a una situación en que urbanizar devino un negocio en sí mismo, un negocio inmediato, no a futuro. Las posteriores plusvalías, generadas en la edificación, añadían un atractivo adicional a la labor urbanizadora, pero en todo caso quedaba claramente fijado que la urbanización debía «autofinanciarse».

Pero ahora, ya bien entrado el siglo XXI, las cosas han cambiado y probablemente el modelo esté dejando de funcionar por dos razones vinculadas que agravan su obsolescencia e inviabilidad. En primer lugar, porque la era de la gran expansión, del boom urbano, en las sociedades occidentales ha concluido. La doctrina urbanística hace décadas que lleva señalando que la hipótesis del crecimiento como motor de la transformación urbana ha tocado a su fin. Desde la evidencia de que nada puede crecer permanente e ilimitadamente: ni la ciudad, ni la sociedad, ni la economía. En nuestras ciudades sobran viviendas, decrece la población, y si algún día esta situación se invirtiera, cosa poco verosímil, inviértanse entonces las hipótesis, pero resulta anacrónico mantener postulados que no responden a la realidad, ni a los problemas urbanos actuales.

Asumiendo la hipótesis del no crecimiento, llevamos años oyendo el mantra de que las nuevas estrategias urbanas, las famosas 3R (Regeneración, Rehabilitación y Renovación) deben ser las principales y mayoritarias. Pero, para esos nuevos modos de hacer ciudad, el modelo de autofinanciación no sirve, porque en los procesos 3R hay pocas, o prácticamente ningunas, plusvalías que obtener, y cuando las hay, su extracción suele generar una fuerte contestación social. El clamoroso fracaso de la LRRR de 2013 lo pone en evidencia.

En la transformación de la ciudad consolidada no es posible repetir el mecanismo utilizado para la construcción de la ciudad de la expansión, el de que el Urbanismo pague el Urbanismo, porque los destinatarios de la acción no son ahora propietarios del suelo, sino vecinos, propietarios o inquilinos de viviendas, muchos de ellos con hipotecas ya pagadas, que no van a poder aportar los recursos necesarios para la transformación urbana, ni poder extraerlos de plusvalía alguna. Para el vecino, por lo general, su vivienda no tiene un valor de cambio, sino de uso.

Socialmente hemos asumido que la sanidad no pague la sanidad (excepto para la sanidad privada) o que la educación no se pague con la educación (también con la excepción de la educación privada), pero ¿por qué seguimos manteniendo que el urbanismo debe pagar el urbanismo? Gran paradoja, piensa uno, cuando se pregunta, ¿pero hay algo más público que el espacio urbano?...

En el Estado del Bienestar Social los servicios públicos se costean con impuestos, no se autofinancian por el usuario, aunque desde los planteamientos neoliberales se intente que esos servicios sociales sean pagados directa e individualmente, dejando fuera a quien no pueda pagarlos. Se impone entender que la construcción física de la ciudad, el urbanismo, es algo público, que es un servicio público y asumir a la vez la realidad del final del crecimiento (¿qué sentido tienen los últimos PAIs de Benimaclet, de la Font de Sant Lluís, tramitados con prisas y sin justificación?), para dar paso a un urbanismo social, no pura

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