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Tribuna

València y el borde urbano

Hubo un tiempo en que la huerta llegaba hasta los mismos portales de los edificios

València y el borde urbano

Hubo un tiempo en que la huerta llegaba hasta los mismos portales de los edificios, los tractores convivían con los coches en calles sin salida, y los surcos de los campos eran el paisaje cotidiano de muchos salones de las afueras. Era la versión moderna de la ancestral convivencia entre el campo y la ciudad que siempre existió aquí. Un modelo de ciudad que ahora muchos añoran y que entonces se criticaba.

Luego todo cambió. La ciudad debía «terminarse» de una vez, materializando un encuentro más racional con el paisaje de alrededor; una raya con vocación de permanencia, terminada de materializar no hace muchos años con las rondas de la ciudad. Así, del límite difuso y provisional que imperó el siglo pasado se ha pasado a una frontera nítida y permanente con la huerta, que queda así -al menos en teoría- a salvo de nuevos bocados.

Tras los últimos «booms» inmobiliarios, de rondas adentro ya no quedan apenas bloques de siete pisos rodeados de campos. Aún así, todavía pueden encontrarse antiguas zonas de transición con la huerta que han permanecido afortunadamente intactas. Son lo que podríamos llamar «bordes históricos» en analogía con los múltiples «centros históricos» que posee Valencia. Entornos singulares que habría que proteger como parte de la estrategia de puesta en valor de lo poco que queda bien conservado de la huerta periurbana.

El borde noroeste del casco histórico de Beniferri es un buen ejemplo. Aquí el estado de preservación del paisaje es extraordinario. Pero si respetamos los edificios del antiguo pueblo -como está previsto, afortunadamente- para luego desvirtuar el entorno construyendo adosados de dos plantas que cierren las manzanas con el fin de no mostrar las medianeras y dar continuidad a la red de viales, y a continuación ocultamos todo el conjunto detrás de una zona verde con juegos infantiles y un flamante campo de fútbol, habremos echado a perder gran parte del esfuerzo dedicado a conservar la esencia de este enclave.

Es el momento de dar un paso más y abogar por aplicar a estos entornos el mismo rigor de preservación que merecería un edificio histórico. Olvidémonos en estos casos de la pulcritud urbanística que rige el urbanismo actual y pasemos a la inacción consciente. Se trataría de congelar el actual frente edificatorio, independientemente de su configuración; de blindar los campos colindantes que quedan, quizá pasando a gestión municipal para ponerlos a salvo del abandono; de implantar nuevos campos donde ahora hay solares, como ocurre en el entorno del casco histórico de Campanar colindante a la avenida Maestro Rodrigo (en este caso un borde interno) o en el mismo entorno de la iglesia de Beniferri; y, finalmente, de eliminar usos actuales incompatibles en las zonas más degradadas.

Los huertos urbanos, tan de moda actualmente, no tendrían cabida en este planteamiento. La imagen que generan tiene más que ver con un jardín botánico que con el paisaje de la huerta, y, lo que es peor, si no se regulan adecuadamente degeneran en chabolismo, como sucede ahora en Benimaclet y ya sucedía en el lecho del Turia a principios del siglo XX.

El entorno de las alquerías del Moro y de la Torre (borde asociado a un conjunto de alquerías más que a una población, que debe integrarse en la ampliación del Parque de Benicalap) o el borde nordeste del casco antiguo de Benimaclet, cerrarían la reducida nómina de los bordes históricos que aún existen y a los que se podrían aplicar estos principios de «no actuación».Este último caso se halla de plena actualidad y tiene la peculiaridad de que el borde histórico convive con uno de nueva creación. Prácticamente todo el nuevo PAI que desarrollará la zona es un gran borde urbano, en el que cobran especial importancia las nuevas fronteras que las rondas han configurado, aquellas con los que comenzábamos estas líneas.

En éstas, cualquier actuación de transición arbolada de rondas hacia afuera, como se propone a menudo, supondría disminuir la superficie de huerta y entorpecería la percepción de la misma desde la ciudad. Bastaría con sustituir la malla metálica por un vallado de madera, como se hizo cerca de Burjassot, ajardinar los terraplenes y prever un mayor número de accesos peatonales y de bicicletas para convertir estos nuevos bordes en agradables paseos-miradores con los que delimitar la ciudad adecuadamente.

La polémica originada por el supuesto efecto barrera de las torres previstas en el diseño de este PAI no tiene mucho fundamento. Parece claro que edificios demasiado altos en estas fronteras suponen un impacto visual notable que puede hacer menos amable la transición entre la huerta y la ciudad, pero las torres de la polémica se prevén en los extremos del PAI, colindantes a áreas urbanizadas (las universidades por el sur y Alboraya por el norte), y por tanto no afectarían a la transición con la huerta. Más problemático parece ser el efecto de ocultación que estos edificios podrían tener sobre el complejo «Espai Verd», un hito ya consolidado de nuestro paisaje urbano que no merece pasar a un segundo plano, sobre todo por ser un ejemplo perfecto de transición campo-ciudad.

Antes al contrario, las torres previstas serán muy beneficiosas al permitir concentrar la edificabilidad, pudiendo de este modo respetar el entorno del antiguo pueblo. Aunque parezca paradójico, a veces hay que centrarse en los bordes. Y no se trata de hablar de urbanismo porque sí; es que aún estamos a tiempo de evitar que el viejo campanario de Benimaclet deje de dibujarse sobre el cielo del atardecer un día tras otro, como lo contemplaron tantas y tantas personas antes que nosotros.

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