Alas 20.30 de la tarde del sábado, Ramón Vilar compartía por wasap con sus amigos del partido socialista fotografías de la hinchada del Cádiz en el estadio Ramón de Carranza, escandalizado de que no hubieran logrado el ascenso a Primera División y estuvieran apiñados ignorando el riesgo de la Covid-19. No sabía el concejal de Hacienda del Ayuntamiento de València que su propia salud le traicionaría antes de la medianoche. Ya el viernes por la mañana, en la reunión de la Junta de Gobierno Local, se quejaba ante los compañeros de que había dormido mal y le dolía el pecho. Pero las molestias no le privaron de pasar el fin de semana en el apartamento de la familia en la playa de Cullera con su esposa Isabel, médica jubilada.

Cuentan los próximos que hacia las 9.30 de la noche se sintió mal y la pareja decidió regresar a València, pero el edil prefirió ir directamente al ambulatorio de Cullera porque no podía respirar. Los sanitarios intentaron reanimarlo pero la vida se le escapó. Edema pulmonar.

La política valenciana pierde un experimentado y fino actor, estratega y socarrón; el levantinismo se queda sin un baluarte y uno de sus principales embajadores, y su legión de amigos echará de menos su inagotable conversación, su paciencia infinita para explicar tanto sus conocimientos como sus convicciones, y su voz ronca, castigada por el exceso de tabaco.

Ramón Vilar era uno de los mejores ejemplos de los políticos que generó la Transición. Con ganas de cambiar el mundo desde la izquierda, se afilió a las Juventudes Socialistas en 1974 y la democracia y su partido le llevaron a la política local, a un escaño de concejal en 1983, en el segundo mandato de Pérez Casado, primero y único con mayoría absoluta.

No fue Ramón Vilar lo que se podría decir un hombre de la confianza del alcalde. Más bien pertenecía al grupo de la oposición dentro del mismo gobierno, caracterizado por unas luchas internas que acabarían desgarrando el ejecutivo socialista y provocando la dimisión de Pérez Casado en diciembre de 1988. Su sucesora, Clementina Ródenas, dio más protagonismo al joven Vilar, perseguido siempre por el sambenito de conspirador y buscador de broncas. Rita Barberá y González Lizondo (UV) ganaron el gobierno local en 1991 y los socialistas pasaron a una larga travesía en la oposición. El ahora fallecido mantuvo el acta hasta 1995 y a partir de entonces conoció el frío de los que habían abandonado su profesión, su carrera de economista, para cambiar el mundo desde la política local. Una agencia de viajes, un trabajo en Aguas del Júcar, el paro... y siempre el Levante Unión Deportiva, cuya insignia llevaba siempre en la solapa. Su tarea en la fundación del club granota fue sólida y reconocida, contribuyendo decisivamente a la salvación de la entidad cuando más amenazada estaba.

Aupado por la poderosa Federación de Servicios Públicos de UGT, Vilar volvió en 2015 a la lista socialista del ayuntamiento. «Soy el único economista de la candidatura. Alguien deberá ocuparse se eso», decía socarronamente a quienes le preguntaban sobre su regreso a la política local. Sus cinco años como responsable de Hacienda han sido una lección de solidez, eficacia y rigor. Rebaja de la deuda, pagos a 26 días en el primer semestre de 2020, seguimiento de ejecución de inversiones... Y siempre sin renunciar a sus más firmes convicciones: se salió del pleno para no votar contra el bou embolat como firme defensor de la fiesta de los toros; ahorró cuanto pudo y luego peleó con cuantos tenía enfrente para intentar que los ayuntamientos pudieran gastar sus ahorros en atender la emergencia social actual. Ha sido el principal apoyo de la vicealcaldesa Sandra Gómez desde que ella lidera el grupo socialista. Deja un gran vacío, de político de raza y de hombre de bien. València le echará de menos y sus compañeros, más.

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