Aquel 15 de marzo cuando me asomé al balcón y vi las calles solitarias a unas horas y en unas fechas en que debieran estar repletas de vida, sentí la misma sensación que tuve aquel 14 de octubre de 1957, cuando siendo niño pegué la nariz al cristal de la ventana de mi habitación y vi con gran desconcierto cómo un enorme caudal de aguas marrones bajaba por la calle Borrull. El asombro inicial dio paso a la extrañeza y ésta a la consternación. A esas horas debería estar la calle llena de gente yendo y viniendo, los tranvías haciendo sonar su campana avisando de su paso a algún ciclista despistado, el repartidor con su triciclo intentando sortear a un peatón con prisas y el «femater» vaciando los cubos del vecindario y llenando su carro.

Yo también debería estar en el colegio, si no fuera por aquel acontecimiento y porque una epidemia de gripe se había extendido por la ciudad. Era la llamada Gripe Asiática, de la que fui una de sus víctimas. Y es que las riadas, como las epidemias, desde tiempos muy remotos se empeñaban en visitarnos tozudamente y sin aviso. Terrible la riada de 1949, que se llevó por delante decenas de vidas y un buen puñado de chabolas construidas en el cauce del rio. Y mortífera la epidemia de gripe de 1918, la impropiamente llamada Gripe Española.

Durante el siglo XIX, hasta 6 epidemias padeció la ciudad; la de 1885 la que más víctimas mortales causó. Entre abril y septiembre de ese año, según la prensa local de aquellas fechas, cerca de 5.000 fallecidos sólo en la ciudad de València en una población de aproximadamente 143.000 habitantes. Con un sistema hospitalario totalmente insuficiente y desbordado, se habilitaron campamentos, barracones e incluso edificios públicos y privados para hacer frente a la epidemia del cólera morbo asiático como fue bautizada esta epidemia. En la Alquería de San Pablo, donde casi medio siglo después se construyó la Cárcel de Mujeres, se habilitó un hospital con 40 camas para enfermos coléricos. En el entonces Camino de Patraix, en el que fue Cementerio del Hospital, se levantaron tres barracones con capacidad de 32 camas cada uno; cerca de dos mil personas procedentes de barriadas más afectadas fueron alojadas en nueve pabellones de madera construidos ex profeso en la partida de Arrancapins, y en la calle San Vicente se habilitó un edificio en construcción, donde se alojaron 506 personas procedentes de viviendas infestadas. En el Colegio San Pablo, entonces Instituto de Segunda Enseñanza, se reservó como depósito sanitario un ala del edificio.

La preocupación por el socorro y amparo de personas desvalidas o necesitadas, tanto residentes como transeúntes, fue desde tiempos de Jaume I una constante. Y fue el propio Jaume I el que facilitó el primer hospital de la ciudad al donar a los Caballeros Hospitalarios de San Juan unos terrenos cercanos a la Puerta de la Xerea, para que estableciera allí la Orden su casa, convento, hospital y cementerio. Pero el primer hospital de utilización pública fue el de San Vicent, creado por iniciativa del rey En Jaume frente al Convento de la Roqueta, y cedido a los padres Mercedarios «ad recipiendum pauperes et egenos», esto es: «para hospedar pobres y necesitados».

De creación real fue también el Hospital de la Reina fundado en 1299 por la reina doña Constanza, viuda de Pedro III El Grande, que socorría a huérfanos y expósitos. Situado entonces fuera de las murallas de la ciudad junto al Convento de San Francisco y donde pasado los años estuvo la Casa de la Enseñanza del Arzobispo Mayoral y el actual Ayuntamiento.

La función de los hospitales en la Edad Media era meramente asistencial y caritativa, de hecho los primeros centros hospitalarios fueron promovidos en mayor parte por personas adineradas que viendo próximo el fin de su vida creían asegurarse un puesto en el Paraíso y el perdón de sus pecados legando parte de su fortuna o incluso toda ella a la fundación de un establecimiento caritativo donde personas sin recursos, huérfanos y peregrinos tuvieran gratuitamente alojo, alimentación y atención al enfermo. Fue a partir de la segunda mitad del siglo XV cuando el objetivo de los establecimientos hospitalarios empezó a ser de atención sanitaria integral al enfermo, sobre todo a partir de 1512 en que la mayoría de los hospitales se unificaron en un Hospital General situado en els Patis d'En Bru, junto al Portal de Torrent y donde estaba el Hospital dels Ignocents, Folls e Orats, promovido éste, en 1410 por Fray Joan Gilabert Jofré y creado con los fondos de un grupo de comerciantes y artesanos adinerados; último vestigio de este hospital, considerado por muchos como el primer hospital psiquiátrico del mundo, es el «Capitulet», capilla del hospital bajo la advocación de «Nostra Dona Sancta Maria dels Ignocents», la Virgen de los Desamparados.

Para los peregrinos en dificultades, fuera por motivos religiosos o no, Pere Conill fundó un hospital en el año 1334, allí podían albergarse tres días, con derecho a cama y manutención recibiendo a su marcha una limosna de dos reales de vellón. Fue conocido como el Hospital d'En Conill y también como de Menaguerra. Este hospital estaba situado cerca del Portal del Coixo, en la calle Carniceros, donde siglos después estuvo el Cine Doré que más tarde cambió su nombre por el de Colón. Uno de aquellos cines de barrio de la posguerra que tanto abundaban en la ciudad, muy diferentes a las salas de hoy y que por pocas pesetas «echaban» dos películas, el insufrible NODO, y si había suerte, alguna peliculita de dibujos animados. Recuerdo aquellos incómodos asientos de madera, las palomitas de maíz aún no habían invadido las salas, eran las pipas para castigo del dueño del cine, las que nos hacían compañía durante la sesión, pipas que habíamos comprado antes en la «paraeta» del barrio, no en bolsitas de plástico como ahora, sino en un cucurucho de papel en el que con un cubilete de madera el señor o la señora de la paraeta nos llenaba una «mesura de pipes». Otro clásico de entonces era el barquillero, que entre proyección y proyección recorría los pasillos con una cesta de mimbre llena de barquillos, no de los cilíndricos, sino aplanados, doblada la oblea en dos pliegues, y que yo, para que durara más ese pequeño placer gustativo iba desplegando poco a poco.

Los pescadores, también tenían su hospital, el Hospital d'En Bou, fundado en 1399 por Pere Bou para socorrer a los pescadores carentes de recursos. Estaba situado cerca del «Barri de Pescadors» y junto al Portal de Russafa, en los terrenos en que años más tarde se levantarían los teatros Eslava y Ruzafa, calle popularmente conocida en la primera mitad del pasado siglo como la calle de los teatros, allí además de los citados estaban el Martí ocupando el solar que dejó el Convento de San Fulgencio, y que en 1954 sería relevado por el Cine Lys, que se estrenó con «La Túnica Sagrada». El Trianón Palace, que poco después cambió el nombre por el de Lírico, diseñado por el arquitecto Javier Goerlich con pinturas de Pepino Benlliure y que estaba levantado sobre el solar del Convento de Santa Clara. Y casi enfrente del Teatro Ruzafa, el Nostre Teatre, que en plena República cambió su nombre por el del célebre compositor suecano, denominándose Teatro Serrano.

Pero los tiempos y los gustos cambiaron y la calle de los teatros se convirtió en la calle de los cines. El Serrano, el año de la gran riada abrió como cine y en 1964 después de su derribo y nueva construcción inició la temporada con la espectacular «West Side Story». En sus bajos abrió una nueva sala, «la bombonera», la sala Artis, con «La Escapada», con Vittorio Gassman de protagonista. También el Teatro Eslava se derribó y volvió a abrir como cine en enero de 1962 con el estreno de «El Cid» interpretada por Charlton Heston y Sofía Loren. Hoy por motivos obvios a esta calle ya no se le puede llamar así.

También el clero tuvo su propio hospital, el de los Pobres Sacerdotes, fundado en 1356 frente a San Juan del Hospital y donde hoy permanece la Iglesia del Milagro; incluso para los estudiantes enfermos carentes de estudios se creó en 1540 una cofradía para su asistencia sanitaria, el local estaba situado cerca del Estudi General, en la calle Salvá.

Los huérfanos eran acogidos en el Hospital de Beguins, «en lo Camí de Sant Vicent a prop del Monestir de Sant Agustí», fundado en 1334 por Ramón Guillem Català para ermitaños, convirtiéndose al poco tiempo en hospicio, fue el antecedente del Colegio de los Niños Huérfanos de San Vicente. Este Colegio situado entre las calles Colón, Lauria y Pérez Bayer a principios del siglo XX disponía en sus instalaciones de un salón de actos, en el que los religiosos que lo regentaban empezaron a pasar documentales de tipo religioso, con el tiempo ese salón de actos se convirtió en sala de cine abierta a todo el público infantil de dentro y fuera del Colegio con el nombre de cine San Vicente, también conocido por el «cine de los niños»; no todas las películas que se proyectaban eran exclusivamente para niños, también tenían cabida otro tipo de películas a las que una hábil mano con las tijeras extirpaba cualquier secuencia «peligrosa»; en 1961 cerró sus puertas definitivamente el cine San Vicente. Sobre el solar de este Colegio, abrió otro cine, el Lauria que heredó el nombre de la terraza de cine de verano que habilitaron en el patio de recreo del colegio. Al Lauria, le siguieron Almacenes Preciados, El Corte Inglés, Mercadona, ABC Park ? Curiosa la historia de hospitales que acabaron en salas de espectáculos.

Otro hospital que dedicó su atención a la protección de los huérfanos fue el Hospital d'En Clapers, fundado en 1311 por Bernat de Clapers extramuros de la ciudad, en el «Camí de Morvedre", en el lugar que luego ocupó el Palacio de los Marqueses de Aytona, ya desaparecido. Estaba ubicado entre las actuales calles del Poeta Monmeneu, Sagunt y Duque.

El Camí de Morvedre, la actual calle Sagunt, era la entrada a la ciudad por el norte y allí se establecieron tres hospitales más, el del Rey, en los actuales jardincillos que hay delante de Santa Mónica, reservado para los soldados enfermos. El de Sant Antoni, junto al Colegio de los Salesianos, dirigido por canónigos Antonianos, dedicados a curar enfermos de ergotismo, conocido entonces como «Ignis Sacer», fuego maldito o fuego de San Antonio, producido por un hongo del centeno, el cornezuelo. Y el de Sant Llàtzer, al cuidado de los enfermos de lepra, esta pequeña leprosería permanecía en pie hasta hace poco, pero su mal estado llevó a su derribo y posterior reconstrucción con el consiguiente retranqueo para alinearlo al resto de fincas de la calle.

Pero muchas veces las epidemias venían por mar y fue necesario crear un lazareto donde la gente que desembarcara con algún síntoma de enfermedad pasara la cuarentena, en un principio estuvo en Monteolivete, pero en 1720 se trasladó a la costa cerca de la desembocadura del Turia; el nombre «Llatzaret» pronto se transformó en Natzaret y la construcción en su entorno de nuevas viviendas dio lugar al actual Barrio de Natzaret.

En los años 60 del siglo pasado, una cantante italiana, Mina cantaba una canción que se titulaba «Ciudad Solitaria». En ella se lamentaba de que, a pesar de estar las calles llenas de gente, la ciudad le parecía solitaria al igual que su corazón, porque la persona amada ya no estaba allí. En estos días de confinamiento, las calles, la ciudad, sí que estaba solitaria, pero mi corazón, nuestro corazón no estaba solitario, estaba solidario.