En su ánimo de confundir y embarrar aún más el clima social, la izquierda de este país, y especialmente Compromís y Podemos, han decidido introducir en el debate público la falsa idea de que los españoles no vivimos en una democracia «normalizada» tras la entrada en prisión de un delincuente reincidente condenado, entre otras cosas, por incitar al odio y ensalzar el terrorismo de ETA, los Grapo, Terra Lliure o Al Qaeda.

El problema de esta argumentación falaz y simplista es que, cuando es vociferada por partidos que gobiernan, se alienta el populismo y a quienes se sienten cómodos quemando contenedores, lanzando botellas a la policía y destrozando mobiliario urbano.

Quienes están al frente de nuestras instituciones no pueden actuar de pirómanos desde la poltrona, ni contribuir a una desinformación interesada. Comparto con Jordi Sevilla que «querer ser, a la vez, gobierno y oposición, sistema y antisistema, sin despeinarse, oculta una grave esquizofrenia política, incompatible con el sistema democrático».

Sería deseable que la izquierda perdiera un minuto de su tiempo para leer las varias sentencias que condenan a Pablo Rivadulla (Hasél), que así se llama realmente el individuo. Sus canciones contienen frases como: «No me da pena tu tiro en la nuca pepero», «Merece que explote el coche de Patxi López», «Ojalá vuelvan los Grapo y te pongan de rodillas», «La ilusión es una fulana demasiado cara. Voy a tener que violarla».

Quienes me conocen saben que no soy de las que simplifico un mensaje para caer en el populismo en busca de likes, por eso no escondo que en el ámbito jurídico hay un debate y una tensión entre el delito de exaltación/justificación del terrorismo y la libertad de expresión y la libertad ideológica. ¿Dónde está el límite, entonces? Pues, en el discurso del odio. Así se ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal Constitucional en varias ocasiones.

La libertad de expresión no puede ser el paraguas que ampare la incitación a la violencia porque aquí lo que se ha condenado no es el disfraz (la canción) sino el mensaje que, según el Supremo, sobrepasa el límite al derecho a la libertad de opinión y de creación artística. «Yo seguiré brindando cuando ETA le vuele la nuca a un pepero» es violencia se diga rapeando o escondido tras un pasamontañas. Es, simplemente, odio. Imposible de justificar.

Me pregunto si quienes defienden a Pablo Hasél brindarían como él si me pegaran un tiro en la nuca, como «pepera» reconocida que soy. Me pregunto si no les preocupa este mensaje. Yo no lo toleraría nunca hacia mis adversarios políticos. No son mis enemigos y los quiero conmigo siempre peleando por la defensa de la libertad y la democracia.

Por eso, escuchar a responsables públicos defender esos versos violentos, alentar a quienes incendian nuestras calles y cuestionar a la policía, duele. Duelen también los silencios cómplices porque el PSOE gobierna junto a Compromís y Podemos que han criticado abiertamente a la policía y han pedido el indulto para un delincuente condenado por enaltecer el terrorismo, injuriar a la Corona y agredir a un cámara de televisión y a un testigo de un juicio.

Y duele ver Valencia así. La ciudad de la gente normal, la ciudad tranquila y amable convertida en una ciudad de altercados con un alcalde que acusa a la Policía de aumentar la crispación social en lugar de señalar a quienes provocan disturbios en protestas no autorizadas que incumplen las restricciones sanitarias.

Valencia nunca ha sido esto, pensemos el porqué de este cambio.