Es un eufemismo que viene como pintado a lo que el Ayuntamiento de València está haciendo con las opiniones vecinales del barrio de la Roqueta inventándose un falso reconocimiento al trinquete de Pelayo y un Chinatown imposible e inexistente.

El joc de la pilota es una tradición ni reconocida ni fomentada; el trinquete de Pelayo es el único que, partiendo de la ocupación de una parcela, al descubierto, en 1868, se asumió como uso en planta baja del edificio que se erigiría cuando la ciudad masificada derribó sus muros creando un barrio nuevo que lo incorporó a sus edificaciones. Creo, sinceramente, que el trinquete, siempre presente entre los vecinos, no formó parte de las preocupaciones municipales por fomentar esta modalidad deportiva ya que no recordamos ni un solo acto público en que nuestros concejales resaltasen su presencia y ni en e Plan General ni en los sucesivos ha habido una toma en cuenta de su interés como tradición. Una omisión imperdonable en los anteriores y actuales equipos de gobierno, a pesar de que siendo cada vez más retrógrados y pretendiendo convertir las zonas verdes y espacios libres en actividades económicas, que no otra cosa son las huertas, jamás ha previsto ni una sola instalación dedicada al joc de la pilota.

Súbitamente el trinquete, lugar de esparcimiento, aparece entre sus delirios como interlocutor de decisiones en que no han participado el resto de los vecinos que habitamos este suelo las veinticuatro horas del día y el motivo es la compatibilidad con la creación de un Chinatown, ya dijimos que tan inexistente como imposible, como no escapa a la percepción de quien haya conocido estas áreas en cualquier lugar del mundo.

Pero volvamos al pequeño barrio, compuesto por cuatro calles lineales atravesadas por otras cuatro paralelas entre sí, encasillado entre las de San Vicente, Xàtiva, Bailén y Ramón y Cajal. Tiene sus propias murallas en los edificios circundantes, sin patrón arquitectónico ni homogeneidad alguna, y las barreras que suponen la Estación del Norte y el túnel de las Grandes Vías que reservan el paso a la propia vecindad. El interior se construyó con sus propias características, inspirado en nuestra arquitectura, de la que son buena muestra las escocias de sus coloridas fachadas y la mejor y quizá única muestra conjunta de la cerrajería valenciana. Las viviendas respondían, ya en aquel momento, a lo que la Constitución definiría como dignas y adecuadas para una población que formaba la pequeña burguesía de los asalariados y las probas amas de casa que por la mañana acudían al mercado que ocupaba todos los viales internos y por las tardes acudían a las tiendas y servicios que nos autoabastecían o sacaban sus sillas de enea sobre las aceras y compartían pensamientos y labores de ganchillo. Al anochecer, la juventud tomaba las cafeterías y los bares y disfrutaba en su interior, porque apenas había mesas en las calles, del bocata entre humo de cigarrillos y, si no llegaba para más, al menos un calimocho, sin botellones callejeros que ahora no dejan dormir.

El primer golpe mortal para la idiosincrasia del barrio vino de Mercadona; la última generación de una auténtica saga de mercaderes generacionales que solo dependían de su esfuerzo individual no pudieron soportar la competencia que contaba con ayudas oficiales. Hoy solo quedan catorce, metidos en un bajo, que durante esta pandemia se han organizado para atendernos con una fidelidad y un mérito que nunca agradeceremos bastante.

Desaparecido el mercado callejero se vaciaron las plantas bajas que guardaban las paradas desde el medio día hasta el siguiente amanecer. No es ésta una zona de paso ni, por tanto, comercial. Y llegaron los chinos, los pakistanís, los sudamericanos y los rusos con sus euros contantes y sonantes dispuestos a pagar precios otrora impensables y trajeron sus productos alimenticios básicos, sus restaurantes, ropas, peluquerías, servicios telefónicos... todo ello en un remedo de las tiendas que hasta hace poco conocíamos como el todo a cien. De repente nos encontramos con el busto de un caballero fundador de una ciudad a miles de kilómetros que invadía uno de los dos pequeños jardines que nos guarnecen y era descubierto con toda solemnidad en presencia de Puig y Ribó, que debieron considerarlo importante mientras al resto nos dejaba fríos tanto la existencia del caballero, como su lejana ciudad o su memoria. No lo entendimos.

Los Chinatown que existen por el mundo son amplias áreas urbanas en que predominan las riquezas orientales; desde sedas, tapices, joyas, productos artesanales exóticos y lujosos de los que no existe ni una muestra en este barrio. Omitir la existencia de otras nacionalidades, y llamar así a una pluralidad de negocios tan chinos como humildes, es un fraude a los turistas que seguramente no viene a València a comer rollitos de primavera, raparse por un módico precio o comprar productos de limpieza baratos.

Las puertas, arcos de triunfo, o meros obstáculos urbanos que señalen el espacio chocan frontalmente con una zona que se ha salvado de la picota y la especulación urbanística manteniendo una composición urbana y arquitectónica que sigue siendo preciosa y puede convertirse en otro objetivo de la vulgarización de nuestras calles como han hecho al introducir en la plaza del Ayuntamiento la estética de una gasolinera del extrarradio.

Reflexionen un poco, si es posible pedirles tal esfuerzo. Obstaculizan las inversiones privadas creadoras de trabajo denegando o dilatando en el tiempo las licencias; no persistan en el empeño destructor a costa de los comercios tradicionales que aún existen en este barrio. Si les sobra dinero para gastarlo en esta peculiar falla que puede ser la puerta china, absténganse de hacerlo y dedíquenlo al mantenimiento del barrio y sostenimiento de sus negocios que, a pesar de ustedes, han conseguido sobrevivir al olvido. Les aseguro que lo necesitan.