Fuensanta: soledad, pobreza y orgullo proletario
El barrio construido para alojar a los afectados por la gran riada del 57 fue noticia porque en él encontraron los restos de un hombre que llevaba muerto 12 años, pero una vez se retiraron las cámaras sigue luchando con dignidad y sentido del humor contra el cierre del comercio tradicional, la presión de los fondos buitre y la precariedad

Los característicos bloques de la Fuensanta con la ropa secándose al sol / Germán Caballero
Antonio Famoso murió tres veces. Su primera defunción fue social después de volverse invisible para los vecinos de su escalera, la segunda ocurrió por causas naturales y la tercera la adelantó Levante-EMV hace apenas una semana, cuando los bomberos encontraron el cuerpo esqueletizado en un piso con la terraza anegada por las lluvias de la dana Alice. El hallazgo despertó gran interés por dos hechos insólitos: el hombre llevaba muerto unos 12 años sin que nadie denunciara su desaparición, pero además tenía todas las facturas al día.
El suceso motivó una reflexión sobre los males de esta época y sirvió para poner en el mapa el pequeño y popular barrio de la Fuensanta, tan invisible como su vecino. Construido sobre terreno agrícola, el barrio fue impulsado por el ingeniero valenciano Vicente Mortes, ministro de Vivienda durante el régimen franquista, con el objetivo de dar asilo a los afectados por la gran riada de 1957. En total se entregaron 880 pisos repartidos en bloques de fachada caravista con parcelas interiores; y al mismo tiempo se levantó una parroquia de estilo racionalista con campanario exento, es decir, separado de la iglesia.

Los característicos bloques de la Fuensanta / Germán Caballero
La parroquia Virgen de la Fuensanta lleva el nombre de la patrona de Murcia y se ubica en la plaza dedicada a la misma región, en agradecimiento a las ayudas recibidas tras la catástrofe que dejó 81 fallecidos. Entonces, como ahora, València se situó en el epicentro de la solidaridad nacional e internacional y las calles de la Fuensanta honraron a sus generosos benefactores, configurando la actual ensalada de nombres: calle de Lucrecia Bori, calle Príncipes de Mónaco, calle Habana, calle Rey Saud o plaza de Colonia Española de México.
Juntas forman una L invertida entre las avenidas del Cid, Tres Cruces y Tres Forques, al oeste de la ciudad, en una València de extrarradio atravesada por todas las crisis posibles. Entre principios de los 70 y mediados de los 80 acusó la crisis del petróleo hasta la reconversión industrial, las deslocalizaciones y los planes de conversión europea; recesión que transformó la Fuensanta en una rumba de cassette de gasolinera. «¡Señores, han llegado los pintores!», cuenta la crónica local que gritó alguien al entrar en un local para atracarlo. Aquellos años el barrio crió a Marcelino González, el Nani, un ladrón adicto a la heroína con siete robos de bancos y tiendas a sus espaldas; asesinado en 1980 por su mejor amigo y cuyo cadáver nunca apareció (según narra Javier Valenzuela en ‘Crónicas quinquis’).

Dos vecinos del barrio descansan en un banco público / Germán Caballero
El recuerdo de aquel tiempo azaroso, no obstante, se guarda con cariño. Casi medio siglo después, Demetrio habla de su infancia feliz sentado en el Bar San Miguel de la calle Escultor Salzillo, en la finca donde encontraron a Antonio Famoso. «Yo vine con mi padre, metalúrgico de profesión —hizo las primeras camas de hierro del Hospital General—, cuando tenía dos años. Esto fue un barrio obrero formado con gente de Andalucía, Cuenca o Albacete; poco a poco fuimos conociéndonos y creando un sentimiento de comunidad. Yo estoy orgulloso de ser fuensantino», reconoce el excomercial de 68 años. «Ahora es otra cosa. Los primeros habitantes han fallecido y los comercios han cerrado. El barrio está un poco muerto», lamenta.
En los últimos días tanto él como sus amigos han salido en todas las televisiones y han hablado de soledad no deseada, un problema puntual, consideran, de alguien que decidió retirarse del ojo público. Hoy, con un café delante, eligen hablar de cuando Rosita Amores se presentó en la vieja falla del barrio, enganchó a Demetrio y le dijo «mira el fill de puta este que se parece al Cotino». O de cuando «Rincón de Arellano se plantó ante Franco» porque no terminaban de llegar las donaciones prometidas a la Fuensanta. O de cuando convivían con un ilustre funcionario cuya ocupación era «abrirle la puerta del despacho al alcalde de València».

Cartel desconchado en la calle Escultor Salzillo / Germán Caballero
No lejos de allí aparca una furgoneta blanca de la que bajan tres chavales paquistaníes. El barrio originalmente poblado por andaluces o manchegos se ha abierto a la migración exterior y en la actualidad, de sus 3.954 habitantes, el 34 % son extranjeros —solo Orriols, Tres Forques y El Pilar tienen un porcentaje mayor—. Pakistán es por mucho la nación más representada. Amhar regenta una frutería y explica que sus compatriotas se dedican casi todos a la naranja. «Creen que con el taxi ganan más dinero, pero no es así porque cuesta mucho», afirma sobre el otro gran nicho de mercado de los paquistaníes en València. «Cuando vine hace 20 años no había gente de mi país. Primero trabajé en calle Lorca, luego en un locutorio en calle l’Olivereta y ahora aquí. Donde hay trabajo, bien está», concluye sin ahondar en un itinerario laboral —vital— que se desplaza del centro a la periferia.

La Fuensanta es el cuarto barrio de València con mayor porcentaje de migración / Germán Caballero
Con todo, la migración no ha servido para alcanzar el dato de 4.387 vecinos censados en 1991. «No para de irse gente. De los antiguos quedamos cuatro mataos», dice Isabel, churrera de la Fuensanta ya retirada a sus «18 años recién cumplidos», bromea. También ella tiene recuerdos románticos: «Mis padres tuvieron la primera televisión del edificio y esto por las noches era un cine. Venían todos los vecinos. Las puertas siempre estaban abiertas y los niños en la calle jugando al sambori», rememora. «Nosotros vivíamos en el Grao y la riada se llevó la casa. Este piso nos costó 125.000 pesetas, pero tuvimos que pagarlo varias veces», relata sentada a la mesa camilla. «Un señor te daba los tiquets y tú ibas pagando la casa todos los meses, hasta que el buen señor se largó con el dinero». Finalmente, la familia saldó la deuda con el banco e Isabel se quedó la casa «limpia de polvo y paja».
Resiste en el piso familiar pese a que el vecindario escucha las sirenas de la policía demasiado a menudo. El paisaje no esconde su degradación. Un niño acelera el patinete sentado sobre una caja de cervezas mientras deja a su espalda losetas desprendidas, columnas desconchadas, paredes grafiteadas, un árbol del que cuelgan trapos raídos, un carrito de bebé volcado en medio de la calzada. La nota disonante la pone un Mercedes negro satinado aparcado en medio de una plazoleta sucia, como la lujosa moto de agua encadenada a una farola en la película ‘Barrio’.

El barrio de la Fuensanta está envejecido, algo común en la ciudad / Germán Caballero
También hay muchos bajos comerciales con la persiana bajada. «En la Fuensanta teníamos de todo: panadería, carnicería, huevería, pescaderías, peluquería, zapatería, ultramarinos… Era un pueblo que vivía en armonía», relatan Carmen y Mercedes desde la sede de la asociación vecinal, sentadas bajo un póster de María José Catalá firmado, cual estrella del pop. El proceso está siendo doloroso: «Algunos bajos ahora son almacenes y desde hace tres o cuatro años muchos se han reconvertido en viviendas. Pero necesitamos más comercio», reclaman las mujeres de una asociación que lucha a diario para dignificar la vida de sus vecinos. Entre otras cosas han logrado evitar el traslado del centro de salud, dotación esencial en un barrio tan envejecido —la entidad formará grupos para rastrear los casos de soledad no deseada y evitar que los mayores se aíslen en sus hogares—.
Los bajos convertidos en vivienda y enrejados dan pistas de la precariedad y la violencia inmobiliaria sostenida en este rincón de València, donde también hay muchos pisos embargados por los bancos que posteriormente fueron okupados, especialmente en la zona que linda con Vara de Quart. En Idealista aparecen 26 inmuebles ubicados en la Fuensanta, 22 de los cuales se venden por un precio inferior a 200.000 euros, algo que en el contexto de València puede considerarse una ganga. La mayoría se anuncian con el eslogan «oportunidad de inversión».

Epidemia de cierres en los bajos comerciales del barrio / Germán Caballero
Pero la inversión hace tiempo que se fijó en el barrio. «A mí en 2017 el Sabadell me hizo un contrato de tres años. Antes de que terminara, me llegó un burofax donde me comunicaban que el fondo Promontoria Coliseum había comprado mi piso. Yo tenía derecho a prórroga, pero desde entonces no dejan de acosarme para que me vaya», relata María Victoria. La vecina cuenta que al menos una decena de mujeres han perdido la vivienda o están peleando —junto a la PAH— para conservarla. Algunos inmuebles fueron vendidos a particulares y el desahucio se ejecutó de inmediato, pero Coliseum también ha revendido varios pisos a un fondo ruso y ahí el activismo tiene más margen de acción. Protegidas por el escudo social, los nuevos propietarios dejan papeles ofreciendo dinero para que las inquilinas se vayan. «Están reventando el barrio», resume María Victoria.
Buena parte de los residentes tienen una mirada nostálgica sobre aquello que fue y ya no existe, pero lo cierto es que la Fuensanta perdura congelada en el tiempo con una mutación que solo ha sido demográfica. Migrantes, gitanos y payos resisten en un entorno devorado por la precariedad o la especulación, que siega las raíces, donde el mejor horizonte profesional pasa por abrirle la puerta al alcalde. En 2002 se adjudicó la demolición por aluminosis del Pabellón de San Fernando y hasta 2015 no abrió el nuevo pabellón. 13 años de espera para la única inversión importante del barrio. Hoy la Fuensanta ve cómo cierran comercios en un suelo sin obra nueva, ni intervenciones urbanísticas, ni proyectos, ni futuro. Parece lógico que los vecinos se pregunten qué les ha pasado, si no ha pasado nada.
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