Cuando era una cría gané un concurso de redacción cuyo tema era la descripción de un paisaje. Describí un lugar blanco, sin sombras ni brillos, ni aristas ni curvas; un blanco infinito, gélido y silencioso. Lo titulé El infierno. Para entonces ya debía de haber perdido la inocencia de la primera infancia, cuando se perciben los colores de una forma intensamente sensorial, mucho antes de saber sus nombres. Solo algunos artistas han podido atesorar y practicar el recuerdo de esa mirada pura y directa al color.