Lo normal es que los becarios lleguen un poco intimidados a las redacciones de los periódicos. Juventud, inexperiencia, desconocimiento del medio. Miedo a lo desconocido.

Letizia Ortiz no pasó por ese sarampión de novata cuando pisó por primera vez el que sería su lugar de curro estival en LA NUEVA ESPAÑA. «Soy Letizia, con Z», se presentaba con una sonrisa en cinemascope y dando la mano con firmeza y mirando a los ojos. Sin atisbo de duda o inseguridad.

Si la procesión iba por dentro, lo disimulaba muy bien, qué buena actriz. Pero los disfraces no iban con ella, ni las máscaras con las que poner la proa por delante en plan apártate, que llevo prisa. Era como era, y lo que pensaran los demás no parecía quitarle el sueño.Y cómo era. Impaciente y nerviosa, como podían dar elocuente testimonio los pitillos que morían en sus bailarines dedos.

Le gustaba hablar de todo con todos. De cine, por ejemplo. Se acercaba a un redactor que escribiera de películas, por ejemplo, y le contaba que había ido a ver «Instinto básico», la película en la que Sharon Stone cruzaba las piernas sin ropa interior ante un atónito Michael Douglas, y exponía su risueño punto de vista.Y lo mismo hacía con libros o con cualquier asunto de actualidad que se pusiera por delante.

Actualidad, qué hermosa palabra. Vecina de otra que hacía buenas migas con Letizia: curiosidad. Al diablo la indiferencia. Aquella chavala que no dejaba indiferente a nadie (para bien o para mal, no se admiten medias tintas) no era de las que pasan de puntillas por los sitios.

Y la becaria pasó a dar la cara en televisión, y al principio le faltaba soltura, no acababa de llevarse bien con la cámara, tal vez porque aún no había aprendido a que su superávit de energía se encauzara en una expresividad natural y templada.

Pero si algo dejó claro Letizia Ortiz en su trayectoria como periodista fue un afán de superación incesante, unas ganas de crecer profesionalmente que convertían los errores en estímulos, en desafíos consigo misma para mejorar y dejar atrás inseguridades y dudas y miedos.

Cuando llegó a la gran pantalla de la actualidad en horario de máxima audiencia y se coló en los salones y cocinas de media España, Letizia Ortiz ya había abandonado su posición de aprendizaje para salir a campo abierto con una destreza y convicción que pasaban a limpio el borrador de periodista de cuerpo entero que se avecinaba: no sólo un busto parlante con el que poner buena cara a las malas noticias, sino una reportera capaz de chapotear en la actualidad más negra para contarlo, y, especialmente, para vivirlo: quien viera a aquella mujer con el micro en una mano y un imaginario puntero en la otra para subrayar sus palabras estaba viendo a alguien que disfrutaba al cien por cien con su trabajo, alguien que convertía cualquier viaje informativo en una ocasión para conocer mejor el mundo y sus entresijos de «prime time», la trastienda de los titulares, el corazón de la noticia.

Un día, aquella chica que advertía sobre la singularidad de su nombre a quien estrechaba su mano y que no tenía reparos en poner peros a cualquier cambio que se les hiciera a sus textos, se convirtió ella misma en noticia y dejó estupefactos a propios y extraños al convertirse en la futura reina de España. En su nueva profesión, Letizia Ortiz ha vuelto a dar muestras evidentes de su capacidad para aprender de los errores, de su voluntad blindada para desarrollar sus condiciones en terrenos desconocidos, de su hambrienta curiosidad, de su carácter blindado contra el qué dirán quienes no la conocen y de su lealtad a sus amigos de siempre. Mientras parte de su familia política vive bajo un pertinaz aguacero, Letizia Ortiz llega a los 40 años bajo el protector paraguas de la fidelidad a sí misma.