La historia de la gastronomía jamás ha estado exenta de modas y caprichos.

Se descubre la pólvora (es decir, las algas, la casquería o las espardenyes, verbigracia) después de que el inglés Roger Bacon formulara los componentes de la pólvora en el siglo XII, y eso que los chinos la utilizaban ya, al parecer, en el IX.

Tales hallazgos o modas han obedecido siempre a diversos factores. La curiosidad del ser humano, el intercambio comercial y viajero, y el legítimo afán de rentabilizar el negocio.

Un ejemplo clásico es la casquería. Desde la Antigüedad, un conjunto de las vísceras de los animales. Solución barata para alimentarse los económicamente débiles, parafraseando a los tecnócratas del franquismo y una película de Pedro Lazaga de 1960.

En un momento dado, a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX, algunos de los chefs más egregios de la Nouvelle Cuisine (Guérard, Troisgros o Chapel) entronizaron la popular casquería en la «haute cuisine».

Sin dejar de reconocer que la refinaron con sus recetas, no lo es menos que su bajo coste de compra incrementaba la rentabilidad de sus restaurantes. La cobraban casi a los precios de otras partes más nobles de los animales comestibles. De aquellos tiempos procede la implantación comercial masiva de las mollejas o «ris de veau», en francés. Las primeras las comí (1983) en Toulouse, en Chez Vanel (2 estrellas Michelin), cuyo chef, Lucien Vanel, falleció en 2010, a los 81 años. Al principio me pareció que eran testículos de vacuno macho.

Las algas, hoy en la «haute cuisine», eran el recurso inevitable del menú de todo náufrago pretérito. Casi siempre ingeridas en crudo, masticadas, chupadas o aborbiendo sus jugos, para apropiarse de sus elementos nutritivos, numerosos.

En un par de novelas de Julio Verne, «Veinte mil leguas de viaje submarino» (1869) y «El Chancellor» (1874), los personajes comen algas, en un momento u otro. «El Chancellor»: «Aquellas algas pertenecían a la familia de las Fucáceas y eran una especie de sargazos que, secos, producían una materia gelatinosa bastante rica en elementos nutrientes».

«Veinte mil leguas de viaje submarino»: «Hice honor a la comida que tenía ante mí, compuesta de diversos pescados y de rodajas de holoturias, excelentes zoófitos, con una guarnición de algas muy aperitivas, tales como la Porphyria lacmiata». Sin embargo no se les ocurrió guisar el pulpo gigante, «a feira», por falta de pimentón.

Obsérvese que Nemo, el capitán del sumergible, obsequia a sus forzosos huéspedes con «rodajas de holoturias», a saber, cohombro de mar (un equinodermo), las actualmente mitificadas espardenyes.

En otra novela de Verne, «La esfinge de los hielos» (1897), el capitán Len Guy diserta al respecto: «Semeja una especie de gusano, de oruga, sin caparazón ni patas, únicamente provisto de anillos elásticos». Es una descripción casi perfecta de la espardenya / cohombro de mar.

Pero no vayamos a exagerar, a pesar de que las algas sean antioxidantes, muy ricas en yodo, bajas en calorías, atiborradas de minerales, vitaminas, calcio y demás.

La ingesta repetida de esta medicina del mar, aburre y fatiga, porque su sabor es monotemático. Un atracón marino, de yodo y humedad. Su sabor es casi neutro.