A la guía Michelin le encanta los restaurantes que acumulan generaciones. Me refiero a esas casas familiares en las que los mayores ceden el testigo a sus descendientes. Les gusta porque les ofrece confianza. La guía roja es la más conservadora de todas las guías del mundo. Ellos no intentan descubrir a la joven promesa, sino consagrar a los mejores. Para sus editores lo importante es no equivocarse. A mi me aburre mucho esa guía, porque no me aporta nada nuevo, la encuentro falta de un criterio homogéneo y nunca me descubre nada que no conozca (además de que los textos son tan breves que apenas describen el restaurante). Pero confieso que cuando voy a un país extranjero en el que no tengo un referente claro, recurro a ella sabiendo que es posible que el restaurante elegido no me emocione, pero que no comeré mal. La tradición familiar otorga cierta garantía de estabilidad en la hostelería. Para empezar quien ha vivido el oficio desde pequeño no dará la espantada cuando, después de meses sin librar un día, se percate de que este trabajo es muy esclavo. Quienes heredan un negocio tienen, además, asumidos los valores del hostelero de toda la vida. Son hospitalarios porque saben que deben todo lo que tienen al cliente, honrados porque no pueden engañar a una parroquia que conocen desde pequeños y suelen trabajar con buen producto como lo hicieron sus padres cuando no era tan difícil conseguirlo. Son, por así decirlo, un valor seguro. O, al menos, más seguro que el chavalín molón que llega al sector atraído por las tendencias.

Camí Vell es uno de esos restaurantes en los que los chicos toman el relevo del padre. Empezaron siendo una tasca hace más de treinta años y han evolucionado hasta convertirse en un restaurante serio. El patriarca (Toni López) ya no aparece por el restaurante. Ahora cuida del huerto que suministra parte de lo que comemos en la mesa. Sus hijos, Toni e Ivan, asumen toda la responsabilidad. La transición no ha sido cosa de un día. Pasaron años conviviendo con su padre hasta volar por su cuenta. En ese tiempo su cocina ha ido evolucionando. No han perdido la fidelidad del padre a la cocina de mercado, pero la interpretan desde una perspectiva más moderna. Siguen comprando cigalas en la lonja de Cullera, pero ahora las sirven sobre una pappardella con salsa de sus cabezas. Buscan siempre buen producto: bonito en conserva de Ortiz, cerdo ibérico de Arturo Sánchez, anchoas de Lolín... Incluso atún rojo del mediterráneo pescado con caña (del de verdad). Me gustó más ese atún a la plancha que en una especie de ceviche que ellos llaman tartar y que ocultaba el sabor de un producto tan interesante. Tienen pasión por el guiso. Durante años fue famoso el cocido de la casa. Desgraciadamente lo han descatalogado, pero encontramos esos guisos interesantes en platos como su arroz marinero o en los tendones de vaca estofados con puré de chirvía (que se adornan innecesariamente con un trozo de sepia que no aporta nada).

Los vinos son buenos, pero la carta está repleta de referencias muy conocidas y falta de vinos con más interés para el aficionado inquieto.