El 17 de diciembre de 1997 un tipo ruin que llevaba toda la vida menospreciando, pegando, humillando y violando a su mujer, Ana Orantes, lo mismo que había hecho con sus ocho hijos vivos, decidió matarla rociándola con gasolina por la espalda y viéndola morir en el patio de la casa de Cúllar Vega (Granada) que un juez les había obligado a compartir tras el divorcio. Ese feminicidio, del que en unos días se cumplirán 25 años, fue el punto y aparte que inició la revolución social para arrinconar la violencia machista.

El despertar del movimiento feminista acabó inundando la política. Pese a comentarios negacionistas y machistas como el del entonces vicepresidente del Partido Popular Francisco Álvarez Cascos, que no tuvo empacho en tildar el asesinato de «un caso aislado obra de un excéntrico», el Gobierno popular, empujado por algunas de sus figuras femeninas, iniciaron la senda del cambio legislativo.

Hubo que esperar aún seis años para que los feminicidios en el entorno de la pareja se empezaran a contar de manera separada al resto de homicidios y siete para que otro Gobierno, el socialista de Rodríguez Zapatero, aprobara la Ley integral contra la Violencia de Género. Desde entonces, el intento por borrar del mapa el terrorismo machista, que ha provocado hasta hoy 1.219 víctimas mortales (1.171 mujeres y al menos 48 menores, ya que estos solo se cuentan desde 2013) -el de ETA causó 856 muertos en mucho más tiempo: 42 años- ha pasado por la creación de juzgados específicos, un pacto de Estado y otro autonómico, una inversión multimillonaria y una amplia red de recursos para cubrir la protección y asistencia a la víctima.

¿Ha servido para algo el esfuerzo? Las cifras hablan por sí solas. En 2003, España enterró a 71 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas. El año pasado fueron 48. Este, 38 hasta este momento, cuando faltan cinco semanas para acabar 2022. El descenso ha sido paulatino, con algún pico -2008 fue el peor año, con 76 feminicidios-, pero imparable.

En la Comunitat Valenciana, sin embargo, ese descenso ha sido mucho más irregular, con un eterno ‘colchón’ -entre siete y nueve crímenes al año- que parecen imposibles de reducir. Hasta este año: en este 2022, y a falta del mes que queda para concluirlo, son tres los feminicidios cometidos en territorio valenciano -hay que sumarle el asesinato vicario de Jordi, el niño de 11 años muerto a manos de su padre en Sueca-. Es la segunda cifra más baja de la serie histórica -hay una excepción: 2018, en el que solo hubo dos feminicidios- y supone una reducción de más de la mitad respecto a los tres años anteriores, en los que se contabilizaron siete asesinatos machistas en cada uno de ellos, incluido el de la pandemia.

Las otras dos autonomías que encabezan la cifra de la vergüenza son Andalucía, con una población poco menos del doble de la valenciana, y Cataluña, con dos millones y medio más de habitantes. Del análisis de sus cifras de feminicidio también se observa esa misma resistencia a la reducción.

Madrid, sin embargo, con casi dos millones más de habitantes que la C. Valenciana, se ha situado todos los años por detrás del territorio valenciano en número de mujeres asesinadas.

En todo caso, la conclusión final es que el sentido del camino es el correcto para acabar con la peor cara del machismo, el feminicidio, aunque será necesario analizar por qué en la autonomía valenciana no se consigue acelerar ese descenso en el número de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas.