Ser abrazado por un oso no es aconsejable en ninguna
circunstancia. La desaparición de la URSS no sólo fue un
acontecimiento político, estratégico o económico de primer orden,
sino también un terremoto mental. Para Putin fue la "mayor
catástrofe" de Rusia porque él, como muchos rusos, no
comprenden todavía hoy que Ucrania o Bielor rusia,
históricamente ligadas a Rusia desde la Edad Media, sean países
independientes cuando nunca antes lo fueron. Y aún aceptan
menos que flirteen con Occidente como demuestra que la crisis
con Ucrania estallara en 2014 cuando el presidente Yanukovych
se aprestaba a firmar un acuerdo comercial con la Unión Europea
y las presiones del Kremlin le forzaran a dar marcha atrás. Las
subsiguientes protestas populares provocaron su caída, seguida
por la intervención camuflada de Rusia en Donbas y la posterior
anexión de Crimea con luz y taquígrafos, en flagrante violación
del principio de la inviolabilidad de las fronteras sacralizado en
1975 por el Acta Final de Helsinki de la OSCE. Moscú, que había
aceptado la independencia de Ucrania a regañadientes, no podía
consentir que además saliera de su esfera de influencia y
facilitara una mayor aproximación de las fuerzas de la OTAN a
sus propias fronteras... aunque eso le costara sanciones de la
comunidad internacional. Y el pueblo ruso parece haber apoyado
el nacionalismo de Putin en esta decisión.
La situación puede repetirse ahora con Bielorrusia, una parte del
Imperio zarista que luego se integró en la URSS y que
únicamente era conocida internacionalmente porque Moscú le
consiguió un asiento en las Naciones Unidas durante la Guerra
Fría. Llegó a la independencia en 1991 al implosionar la URSS
de Gorbachov y ha cambiado muy poco porque desde entonces
ha estado regida por una clase política de cultura rusa y de
formación comunista cuyo exponente principal es el actual
presidente Aleksandr Lukashenko, en el poder desde 1994 con
elecciones que siempre le dan más del 70% de los votos y que
son sistemáticamente puestas en tela de juicio por observadores
internacionales.
Conocido como "el último dictador de Europa" al principio cedió a
las presiones de Moscú para firmar en 1999 el ambicioso Tratado
de la Unión que se proponía armonizar el comercio, los
impuestos, la banca etc. con vistas a una potencial unión futura
con Rusia, y esta línea se reforzó tres años más tarde con la
entrada de Bielorrusia en la Comunidad Económica Euroasiática
y en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, que es
la respuesta rusa a la expansión de la OTAN. Putin ha dicho
alguna vez que los rusos y los bielorrusos son "un pueblo" pues
comparten la historia, el idioma ruso y la religión ortodoxa, y en
ese sentido están más próximos de Rusia que los ucranianos,
que la mitad son católicos y hablan su propia lengua. Bielorrusia
es importante para Moscú porque le da población (10 millones de
habitantes con un PIB per cápita de 5.345 euros en 2019),
agricultura, profundidad estratégica, bases militares, y porque le
sirve como tapón frente al que considera un cerco por parte de la
OTAN.
Lukashenko ha tratado de contrarrestar esta presión con algunas
muestras de rebeldía como aceptar una tímida apertura hacia la
UE participando en nuestra Política de Vecindad, permitir ciertas
manifestaciones en apoyo de la lengua bielorrusa en un país
donde las protestas son reprimidas sin miramientos y, lo más
grave para Moscú, se ha negado a reconocer la anexión de
Crimea. Son gestos que no han gustado a Moscú.
Putin y Lukashenko se han reunido el pasado diciembre en Sochi
y las cosas no debieron ir bien. El ruso exigió una mayor
integración a cambio de energía barata y otros beneficios
económicos y el bielorruso no respondió con el debido
entusiasmo. Como consecuencia Rusia ha detenido desde enero
las entregas de gas y petróleo y ahora puesto fin a sus ventas
subvencionadas si Lukashenko no cambia de actitud. Es una
decisión que hace mucho daño porque aparte de satisfacer la
demanda interna, Minsk vendía otra parte en el mercado
internacional con beneficios considerables. El secretario de
Estado norteamericano, Mike Pompeo, se apresuró entonces a ir
a Minsk para decir que EEUU "quiere ayudar a Bielorrusia a
seguir siendo un estado independiente" vendiendo el gas y el
petróleo que necesiten. Pero se trata de un brindis al sol porque
los precios nunca podrían ser ni remotamente parecidos a la s
que ofrece la vecina Rusia. Lo que Bielorrusia le ha pedido a
EEUU es que en vez de gas le facilite financiación para hacer un
oleoducto para traer petróleo desde el mar Báltico. Y eso
tampoco ha gustado en Moscú.
Según una encuesta reciente los bielorrusos, sobre todo los
jóvenes para los que la URSS es historia, se sienten orgullosos
de su independencia y de su lengua y prefieren una buena
relación con Rusia antes que diluirse en su seno. Pero sin
suministros energéticos subvencionados, el régimen perderá el
apoyo de una población que hasta ahora ha renunciado a
libertades (que por otra parte nunca han tenido) a cambio de
beneficios económicos. La trampa de Putin puede así ser la
vinculación de la supervivencia política de Lukashenko a una
mayor integración de su país en Rusia.
El presidente bielorruso tiene ahora tres alternativas delante de
sí: aceptar y perder la independencia; negarse y renunciar al
actual nivel de vida mientras busca apoyos en Occidente (con
una posible respuesta rusa "a la ucraniana"); o iniciar un regateo
en busca de un compromiso con Moscú que es la opción que
parece más probable...y que le seguirá deslizando lenta e
inexorablemente hacia el abrazo del oso.