C uando se celebraron las primeras elecciones municipales de la democracia tras la larga dictadura franquista, esta persona que les escribe todavía no había cumplido los tres años de vida. Mi mundo infantil, pequeño y sencillo, se circunscribía a las paredes del piso de mis padres en Torrent, a las cuatro calles aledañas donde mi madre, modista, visitaba a sus clientas conmigo de la mano, y al autobús escolar que me llevaba a un primer colegio del que apenas guardo recuerdos. Mis fronteras más lejanas las marcaban las casas de mis abuelos en Llíria y Almenara donde, ahí sí, se abría un horizonte con fábricas, campanarios, campos de naranjos, marjales y colas, muchas colas de coches, camiones y autobuses.

Sin quererlo, ahora, 41 años después, soy consciente de que a través de las ventanillas del viejo Seat 127 de mis padres, transité por algunos de los episodios y experiencias que han transformado la sociedad valenciana en estas cuatro décadas. Recuerdo, por ejemplo, la dificultad de llegar un domingo a la playa de Almenara porque los trabajadores de Altos Hornos del Mediterráneo habían cortado las carreteras con furia por una reconversión que habría de cambiar sus vidas para siempre jamás. O como para cruzar l'Horta y llegar a la capital del Camp de Túria los coches procesionaban en colas interminables por dentro de los cascos urbanos de Quart de Poblet, Manises o la Pobla de Vallbona porque el concepto autovía todavía no existía en un imaginario postfranquista de carreteras de un único sentido.

Las infraestructuras han sido, sin duda, la columna vertebral de una transformación tan profunda de nuestra realidad más cercana que a veces deberíamos recordarnos que muchas generaciones de nuestros ancestros vivieron décadas en pueblos y comarcas sin apenas experimentar cambio alguno o incluso aislados, mientras que muchos de nosotros no conocemos otro escenario que uno basado en la facilidad con la que podemos desplazarnos para llegar de un sitio a otro y, sobretodo, la rapidez. El reloj se comprime y donde antes tardábamos horas en llegar (recuerdo el eterno Carrusel deportivo a todo volumen con las ventanillas abiertas mientras, parados por las históricas retenciones del 'semáforo de Europa', veíamos aburridos cómo se levantaba poco a poco Port Saplaya) ahora lo hacemos en tiempos vertiginosos. Porque antes, todo pasaba por València, por el mismísimo centro de València. Daba igual donde fueras: si del norte ibas al sur o del sur al norte, el 'cap i casal' era un auténtico cuello de botella, una ciudad casi sin servicios y en construcción que intentaba, como podía, poner palabras, ladrillos y sueños sobre los solares heredados del franquismo.

Mientras todo ello sucedía ante mis ojos todavía recién estrenados, fuera miles de personas tejían la red asistencial y administrativa que nos permite ahora gozar de servicios y derechos hasta hace cuatro décadas inimaginables y luchaban contra la intolerancia de quienes no querían soltar sus privilegios logrados en la dictadura. Alcaldes y alcaldesas que dieron un paso al frente para, todavía a día de hoy, dedicarse al servicio público o sea, al servicio a los demás.

Hoy en día recibimos en nuestra casa la tarjeta censal y en pocas décadas quizás votaremos telemáticamente y ni nos veremos en el colegio electoral, pero nunca deberíamos olvidar todo lo que ha costado llegar donde estamos. Y para ello, qué mejor que esta imagen de 1979 en València: decenas de personas sumergiéndose en un mar de papeles blancos, hojas que muestran nombres que son identidades pero también ilusiones, luchas y mucho, mucho compromiso.