Eugenio Suárez

valencia

Para los interesados en la época queda el irracional mapa político que colocaba países, poblaciones, etnias y seres humanos entregados al capricho de un destino geográfico en el que no tuvieron capacidad de elección.

Los hebreos formaron núcleos en la mayoría de las capitales centroeuropeas y no por rehusar la integración, sino porque, aferrados a sus costumbres, encontraron tolerancia suficiente para vivir, trabajar y multiplicarse. Quizás Hungría, tierra pisoteada por varios pueblos invasores, ofrecía mejores condiciones y en ellas procuraron instalar el signo de la modernidad: la industria y sus derivados. Con la tenacidad de la raza, muchos prosperaron, se hicieron ricos, se mezclaron con una aristocracia exquisita y caduca, con el arrabal del imperio austrohúngaro que tenía a Budapest como la joya del Continente.

La prepotencia hitleriana, la impunidad con que se adjudicaron los Sudetes, luego el pasillo de Dantzig, más tarde Polonia, llevaron el sistema político a aquellas tierras cristianas, de mayoría católica. Subió al poder un almirante sin barcos, un monárquico sin rey, Horthy, que intentó gobernar con tiento, pero sabiendo que las riendas las manejaba Berlín. Emitieron leyes antisemitas, apenas observadas, pero eran el huevo de la serpiente.

Con la guerra desde Noruega hasta la frontera española, ocupados la mayoría de los países, Hungría intentaba encontrar la postura menos incómoda y tolerante. Fue entonces, en 1943, cuando llegué por primera vez, como extravagante enviado especial a un país muy poco conocido en España. Tras cruzar una Europa a oscuras, racionada, con el hambre asomando las orejas y los uniformes germanos por doquier, Hungría, Budapest, parecía una joya, a la que podía compararse la vecina Bucarest, quizás con menos fulgor.

Viene a ser la fecha en que se inicia la película El Ángel de Budapest, como exaltación hagiográfica de un diplomático español. Aunque mi estancia estaba tasada a un mes, creo haber visitado, por cortesía, la Legación diplomática española. No pude ver al ministro, el señor Muguiro, por estar ocupado o ausente y no volví por no precisarlo. Hacia finales de ese año me nombran, de una manera más formal, jefe de la oficina de prensa, algo pintoresco, ya que la colonia española en aquél país -como he dicho otras veces- se limitaba a un fabricante de tapones de corcho catalán y dos monjas de clausura.

Estupendos restaurantes, teatros, hoteles, lugares que estallaban en fragancia rosal durante la primavera, cabarets, iluminación permanente hacían de la maravilla atravesada por el Danubio lugar de peregrinación de quienes podían viajar. En el musichall "Arizona" tuve ocasión de admirar al gran clown Charlie Rivels, el catalán más universal de entonces. Y de conocer mejor al representante diplomático, el secretario de embajada, Ángel Sanz Briz, aragonés de familia próspera y encargado de negocios en la que fue ausencia definitiva del titular.

Sanz Briz era un hombre joven, en su segundo o tercer puesto de la carrera, bien parecido, elegante, ilustrado, amable y riguroso cumplidor con sus obligaciones, que ponía por delante de todo. Me invitó a almorzar, las vísperas de repatriarse su esposa, la bella y encantadora Adela Quijano, a quien he seguido viendo escalonadamente en años posteriores. La vivienda no era el fúnebre domicilio que aparece en la película, más propio de un notario de provincias, sino una gran "villa" cedida por un aristócrata magiar, que debió ser notorio cazador. Estaba en la parte de Buda, era enorme, moderna, puesta con gusto exquisito y con servicio que sobraba para un diplomático e incluso para mí, que era simple periodista.

La vida social

No puedo hablar de la vida social que aparece en el filme porque dudo que la hubiera, ya que el mundo diplomático se reducía a cinco neutrales y funcionarios de países satélites y además nadie me invitaba, de tener lugar. Por ese ambiente empiezan los fallos, perfectamente remediables, al ofrecer pequeños esbozos de fiestones a lo Sisí, junto a unas repetidas vistas de calles oscuras, sucias, solitarias, que contrastaba con la polarización de la vida ciudadana en las plazas y rúas comerciales, llenas de vida y atractivo.

En dicho filme aparecen las oficinas de la Embajada, quizá lo más cercano a la realidad, lugar por el que apenas pasaba una vez al mes, con motivo de otra inexactitud, al reclamarse la valija diplomática. La llevaba, esposada a la muñeca, como debe ser, el valijero, que creo recordar se llamaba Martínez Tomás. Madrid-París - Viena-Budapest - Bucarest-Estambul era el recorrido. Yo depositaba el sobre para el vicesecretario de Educación Popular que era quien me había enviado allí.

Aparecen esbozados algunos personajes y resulta risible imaginar al Nuncio vaticano chivándose al legado español del atentado contra Hitler o las reuniones catacumbales, donde aparece el representante sueco, como un joven engominado y antipático, cuando la tarea la llevó un anciano noble, diplomático, que hizo mucho por los perseguidos.

Los despistados y perezosos guionistas han querido darle al relato el ritmo de una película de James Bond y aparece un joven judío que, si le hubieran dejado, acaba él solo con la Gestapo y la Wehrmacht, acuchillando soldados bien armados y saboteando como un poseso. No creo que hubiese un solo hebreo que no estuviera aterrorizado y dejara de evaluar las consecuencias de cualquier acto de ese tipo, que hubieran desencadenado terribles represalias. Otro personaje subalterno es el italiano Giorgio Perlasca, auténtico artífice de la posterior creación de edificios enteros bajo la bandera española, para refugio de judíos. Sanz Briz tuvo el acierto de confiar en aquel italiano exuberante que amplió y remató su obra. Está bien tratada la figura de la canciller, prácticamente única empleada, ya que no se precisaban más. Nunca sabré por qué no pidió mi colaboración, quizá porque mis informadores eran periodistas italianos muy bien introducidos, pero del partido comunista, cosa que yo ignoraba y me traía sin cuidado. Ni el taponero, ni las monjas. Extraño.

En este filme se elude la cuestión principal, apenas rozada: la decisión de dotar a los sefarditas, como españoles de origen, no corresponde a Sanz Briz, ni siquiera fue algo surgido entonces. Ya durante la República, cuando comenzaron las persecuciones en los Balcanes, se resucitó una disposición que permitía acceder a la nacionalidad española a quienes lo solicitasen, pero quedaba claro que, hasta que apareció la necesidad, nadie lo reclamó. Hubo una nota, distribuida a todas las representaciones diplomáticas, instruyendo de aquella novedad y quizá fue mejor aprovechada en Hungría. Esto corrobora la innegable y valerosa actuación de Sanz Briz quien, en su larga vida profesional -murió siendo embajador ante el Vaticano- jamás se vanaglorió de su actuación. Recibió instrucciones y las llevó hasta el extremo, sin los ociosos gestos del actor que se esfuerza meritoriamente en representar a un personaje inexistente.

La buena vida, en Budapest, terminó el día en que Horthy se rinde ante los aliados. Fue detenido y confinado en un castillo y su puesto cubierto por una persona llamada Szalászi, imitador del nazismo con "las cruces flechadas", pandillas de criminales húngaros comprometidos en fechorías, que aparecen como casi únicos miembros de los fuerzas de orden público y de todo tipo, cuando su menester era mucho más torvo y limitado. Las estrellas amarillas de David, arrumbadas durante meses, volvieron a lucir, se mataba a judíos por la calle, salieron al conocimiento las deportaciones masivas, que se pretendían llevar en sigilo y la corrupción de la derrota infectó el ambiente.

En la desafortunada película aparece como importante personaje, el doctor Zoltan Farkas, con cuya amistad me honré. No era un empleado, ni un mecanógrafo, sino el asesor jurídico de la Legación, cargo honorífico, como el de muchos cónsules, que otorgaba cierta distinción a cambio de servicios profesionales cuando fuere menester. Como paréntesis, se comentó entonces, sin acritud, que el representante español, hombre joven, bien portado y sin esposa, tenía un amorío con una de las hermanas Gabor, las célebres actrices, refugiadas en la Legación. Menos suerte tuvo el doctor Farkas. Perseguido por la policía secreta, corrió a refugiarse en la representación española y no murió, como se dice en la película de una bala perdida, sino la que recibió cuando sus manos asían la reja cerrada de la salvación.

Hasta ahora dudaba que alguien se preocupara por dar una versión correcta de este interesante asunto. Un libro de Diego Carcedo muestra cómo se pueden escribir cuatro chismes redactados de prisa y corriendo, sin el menor rigor y una fuente dudosa. Y otros autores. Hasta la fecha solo un apreciado periodista, Arcadio Espada, parece inmerso en la tarea y descubrió que en aquél tiempo también vivía un periodista español en Budapest: yo.