Recuerdas la máquina de coser Singer como el primer objeto, después la nevera improvisada con las barras de hielo troceadas hasta que llegó el frigorífico, la vespa, la primera televisión, el seiscientos de segunda mano y el tocadiscos. Ahora has dicho adiós a los vinilos, a los casetes, a los vídeos, y pronto despedirás a los CD y DVD.

Se llamaba Mencey y era mentolado. Los primeros cigarrillos en casa eran la señal de abandono de la infancia, de ingreso en la vida adulta, un rito de iniciación en la que el padre hacía de maestro de ceremonias, nuestro Bat Mitzvah, uno de los pocos rituales entre padre e hijo. El otro era el camino hacia Mestalla, entonces había ilusión aunque solo se jugaba al fútbol los domingos. Ahora hay fútbol todos los días, nos hemos deshecho de los últimos ceniceros y, sin humo, todo se desvanece. Ya lo decía al final Carlos Monsiváis: «Ha cambiado todo y tantas veces, que el mundo que conocí ya no existe y el que ahora padezco se está desvaneciendo». El humo se llevó los viejos garitos del barrio del Carmen, Barro, la Torna y Aplec, se llevó la banda sonora de aquellos años, Pink Floyd, su disco Atom heart mother, mezcla de rock y clásica que escuchábamos con la devoción de los iniciados.

Creíamos que nunca creceríamos, teníamos hambre de experiencias, chafábamos todos los charcos y asumíamos todos los riesgos. Nuestros padres nos recordaban que no había prisa, nos enseñaron a saber perder en los juegos y nos dejaron cometer errores, como César Aira: «Había una sola puerta, con un cartel encima que decía error, por ahí salí».

De las viejas creencias, tantos años después parece que la salud es la última utopía. Al mismo tiempo ves una extensión del miedo y angustia por el futuro que tiene que ver con la falsa idea de que el paso del tiempo y el envejecimiento son negativos, con la eterna adolescencia de querer reinventarse cada día. Todos víctimas del anhelo de una vida sin humos, sin olores. Se hacen distintas las noches con hábitos nuevos, al aire libre, una performance en las aceras, de pie, parados como estatuas echando humo.

Crece la sensación de que existe demasiado espíritu reglamentista en la vida cotidiana cuando, en los temas centrales de la economía, la desregulación ha dado a los mercados el centro del escenario. El gran truco es mantenernos atenazados. Algunas ordenanzas municipales ya no sólo se ocupan del espacio público, sino también del volumen de las canciones y las conversaciones en la intimidad de un hogar. Antes se aprendía a convivir desde la tolerancia, ahora el exceso de regulación amenaza con extender el miedo hacia un mundo paranoico.

Como ese galeón varado en la zona cero, los paisajes forman parte de nosotros, cambian con nosotros. Voy a la ciudad por la carretera de Madrid y a la altura de Quart me encuentro con la vieja fábrica de Flex. En 1973 aspiré a entrar. Me rechazaron después de un test de desoladores resultados y no pude cumplir aquel sueño de proletarización. ¡Qué raros y qué lejos quedan los sueños de entonces!

Inevitable nostalgia de aquel paisaje de huertos y palmerales de nuestra juventud, de aquel oasis que habitaba el espíritu de los que nos precedieron. Asistir ahora a su declive, pero sin dejar de creer que la intervención a veces es necesaria para ayudar a los viejos paisajes a no sufrir, fumigar para salvar nuestros palmerales y hacer desaparecer la mugre de las viejas fábricas. Todo pasa deprisa, intentamos detener el tiempo con la música, las imágenes y las palabras. Lejos de columnistas marmóreos y de profetas apocalípticos, muchas veces preferiríamos el silencio, la soledad monacal de los monjes cistercienses en la película de Xavier Beaubois De dioses y hombres, para hacer habitable lo inhóspito. Pero nos quedan las palabras, que adquieren sus matices conversando entre amigos, que nos hacen aprender a estar en casa en muchos lugares. De la vaca de Pink Floyd (1970), a la banda sonora de The road (2009), lejos de experimentalismos, un piano y un violín, melodías efímeras entre paisajes elegíacos, refugio de recuerdos entre un padre y un hijo en un mundo hostil y más allá la asfixiante realidad, la escritura como terapia de David Vann en Sukkwan island.