Hay cosas que no cambian. Siempre hay una duquesa de Alba, un Samaranch en el Comité Olímpico Internacional y un Raphael a la espera de su gran noche. Hay cosas que vuelven: los colegios donde la comida importa tanto como la enseñanza y el deseo de que los inviernos sean clementes porque el frío de las casas se queda en la médula espinal y no se quita nunca. Vuelve a ser decisivo para muchos estudiantes que les concedan o denieguen una beca. Regresan con honores de estreno el afilador paragüero, el chocolate con churros, los arreglos de ropa, las mercerías, el taller de reparaciones, escribir el folio por detrás y apagar la luz al salir, hace nada restos de nuestras comedia de costumbres. Si no fuera porque el teléfono sirve para cualquier cosa menos para dar recados ya no sabríamos en que siglo ni en qué década estamos. Una nueva generación, por vestirse como la abuela, sigue haciendo etnografía negra con peinetas, tallas y la ayuda de la briosa legión. Regresan la emigración, los empeños, la compareventa de oro y los pobres con niño que al atardecer hacen el triaje de trastos en la basura.

Doblas la mitad de la vida y las historias se repiten en un país de ficciones poco imaginativas. Hay cosas distintas pero la forma en que se cuentan no. Los relatos vintage están aquí. El Peñón de Gibraltar moviliza el viejo odio al inglés, Europa no nos quiere y el mundo es injusto con España y con su marca al eliminar despectivamente a Madrid como sede de los Juegos Olímpicos de 2020.

Un príncipe heredero desayuna sapo, come marrón y duda si llegará su momento y se habla mucho del enriquecimiento de la familia del jefe del Estado. Mientras nuestra esperanza es el turismo de sol, mientras seguimos dependiendo del tiempo como campesinos, pobres pero alegres sabemos que en España se vive mal y mejor que en ninguna parte.

Viva la marca España.