Los poetas nos devuelven el calor al corazón helado hasta derretirlo, porque nos hacen mirar con la limpidez, el candor y la inocencia originarias, aquellas que en nuestra niñez inundaron de lágrimas nuestros ojos. Los hombres también lloramos; y lo necesitamos.

Jiménez Lozano, en La piel de los tomates, impresiona y fustiga nuestras fatigas. Nos hace caer en la cuenta de que el mundo, aunque pasa, es hermoso; y el ser humano, aunque miserable, porque está hecho de barro de la tierra, se sitúa en un ámbito glorioso, divino. Y eso hay que amarlo, sin restricciones. Nos dice que hemos de ser preservados „si es que aún podemos„ del nihilismo, esa matriz invisible que nos enajena cuando caemos en sus telarañas. Volver a casa, tratar de reconstruirla y hacerla habitable€ Porque además no se trata de reconstruir nada, toda vez que nos encontramos en el exilio y en la gélida estepa. De lo que se trata es de regresar al hogar para calentarse de nuevo.

Exilio, estepa, calor de hogar. Por eso no hay nada que restaurar, porque en la estepa y en el exilio, los constructos son precarios e inservibles, como chabolas de cartón. Hay que regresar al hogar acogedor. Y ese hogar no es otro que la tradición: eso que nuestros antepasados consideraron lo más apreciable, cuando el mundo se deshacía y ellos agotaban sus vidas. No olvides que tienes a tu familia, que hay Dios y vida eterna. Así fue durante siglos y no eran más tontos que nosotros. Pero rompimos la transmisión de esa tradición, como cuando en pleno monte se estropea la cadena de la bicicleta y quedamos tirados. Traditio, que en latín significa entrega. Pero también tiene su origen en este mismo término latino la palabra traición. En la vida hay que entregar lo valioso; lo demás es ganga que se desvanece. Ellos nos dieron lo único insustituible, lo definitivo. Y nosotros, pensando que aquello eran antiguallas inservibles, malvendimos el oro y las perlas finas para quedarnos con espejuelos, señuelos que se desvanecen. Nos fuimos al exilio y llevamos a los nuestros. Ahora nos vamos dando cuenta de que hace frío en la estepa solitaria. No vale la pena continuar así; y en el destierro no hay nada que reconstruir: hay que volver al hogar.

Los jóvenes no necesitan más fruslerías, sino verdades recias, puntos de anclaje, algo por lo que valga la pena luchar. Necesitan, voy a decirlo sin ambages, que la fe cristiana configure sus vidas y sus ilusiones. Lo que nuestros antecesores dieron a los suyos, de generación en generación, y por lo que Europa ha sido grande. Están desamparados y a la intemperie. Nosotros, no-otros, lo hemos hecho; y cae sobre nuestras conciencias la pesadumbre de una traición que nos abate. No, no hay que restaurar el cartonaje destrozado, sino volver al hogar. No más añagazas. Decirles la verdad. Hacerles que descubran sus orígenes: el encuentro con Jesucristo. Lo que sorben, y apenas les nutre, sin ellos saberlo.