Los líderes de Europa no parecen muy inspirados. Ni aquí ni allí, ni dentro ni fuera. Es como si de repente pensaran en las mentes más retrógradas y reclamaran su atención con decisiones desencaminadas, a veces vergonzosas. Es muy fácil equivocarse cuando se piensa en la parte más pulsional, primitiva o desvalida del alma humana. En realidad, ir a remolque del electorado es siempre ir equivocado. El político es respetado cuando los ciudadanos observan que tiene principios, los aplica de forma coherente y tiene el coraje de defenderlos de manera convincente, clara y flexible. No logra ser apreciado cuando promueve sus opiniones desde el cálculo de adular a la opinión pública mayoritaria o azuzar sus bajas pasiones con propuestas que pueden ir desde lo equivocado a lo grotesco y lo indigno. Esta inclinación parece imponerse por doquier y ya llevamos tiempo comprobando lo intolerablemente populistas que se han tornado los argumentos contra los populistas.

El grado más intenso de esta censura lo merece el gobierno de Dinamarca. Su propuesta de expropiar de sus pertenencias a los refugiados sirios para costear su propia estancia en el país de acogida es de una indignidad tan extrema, que significa una regresión a épocas de suprema injusticia. Esta medida me ha recordado que España no ha tenido la exclusiva en la escritura de páginas tenebrosas de la historia, pero no creí posible que ese pasado español fuera inspirador de tan tristes novedades. En el fondo no somos tan diferentes. Sólo tuvimos problemas más extremos. Cuando Vitale, uno de los acompañantes del séquito de Carlos I, llegó a Burgos, nos cuenta que en la catedral se exponían las camisas de los judíos quemados por la Inquisición con inscripciones que describían sus delitos. Nuestro civilizado europeo se extrañó un poco de esta arcaica ofrenda, pero comenta muy favorablemente que con el dinero de aquellos judíos se construyera un magnífico convento de dominicos, a instancias del inquisidor y obispo de la misma orden. Nunca pone en duda la legitimidad de que los judíos pudieran ser quemados, algo que debía tranquilizar la conciencia de los castellanos. Los modernos y progresistas europeos no nos iban a la zaga en antisemitismo.

Lo que ahora hace el Gobierno danés al reclamar las joyas y las pertenencias de los refugiados nos recuerda la época de los Reyes Católicos. Una de las palabras más extrañas de las crónicas que hablan de la guerra de Granada y de la conquista de América es ´rescate´. Todo el oro y la plata de los musulmanes de Almería y de Málaga fueron confiscados tras la conquista en concepto de rescate. Los conquistadores exigían el oro de las tribus que encontraban en su camino también como ´rescate´. El concepto viene a sugerir que las víctimas de la dominación hispánica tenían que pagar la guerra o la expedición que los había vencido o descubierto. Los conquistadores lo justificaban diciendo que ese rescate era la forma que tenían los indígenas de agradecer la magnífica oportunidad que se les brindaba de recibir el bautismo y convertirse en súbditos de su majestad católica. Eso parece ser lo que ahora solicita el Gobierno danés a los refugiados: el rescate. Es otra forma de decir que tienen que pagarse su conversión en huéspedes de los daneses. Mi pregunta es la siguiente: ¿hay alguna forma de diferenciar esta actitud de la que ejercen las mafias que los traen a Europa, al cobrarles a peso de oro su viaje lleno de riesgos?

Si un gobierno espera obtener el beneplácito de su opinión pública con estas medidas, entonces es que ya he perdido todo sentido del límite. Si cree que su pueblo aplaudirá esta política, es que tiene el peor concepto de su propio pueblo. En un caso y en otro, lo mejor sería que dejara la dirección política. Un pueblo que aplaude estas ideas debe ser educado, no adulado. Los líderes que renuncian a su voluntad de dignificar a su gente, deberían abstenerse de poner la mano en la empresa de la política. Aquí la valentía es la única solución. Y si alguien, tras proponer los puntos de vista adecuados, pierde el apoyo de la ciudadanía, debe importarle poco: al menos se librará de una condición todavía peor, la de ser cómplice de la infamia.

No hablamos desde el orgullo de haber resuelto bien esa situación, desde luego. España, curiosamente, se ha librado de este problema por la vía expeditiva de no ser destino imaginable para los refugiados. Sencillamente, nadie quiere quedarse aquí. Con escándalo comentaba un dirigente de Cáritas hace unos días que los pocos que llegan buscan con rapidez la estación de autobuses para irse hacia el norte. Nuestra política de asilo es tan restrictiva que nadie tiene la esperanza de ser acogido entre nosotros. Si para reconocer la ciudadanía de los sefarditas, España ha tardado medio milenio, los sirios pueden hacer el cálculo de lo que tardaríamos en abrirles las puertas de la patria. Por lo demás, y por lo que vamos viendo estos días, ni siquiera en las cuestiones más caseras y normales parecemos disponer de los líderes adecuados.

Semanas antes de las Elecciones del 20D todo el mundo decía que era preciso avanzar reformas que modernizaran el país. ¿Ha oído alguien un plan elaborado y coherente de esas reformas desde entonces? Se supone que los líderes hablan entre sí. ¿Conocemos los puntos de convergencia y de divergencia respecto de las cosas que hay que reformar? En lugar de eso, el populismo descarado de los anti-populistas hace que la agenda del país se centre en si alguien lleva rastas o si una diputada va con su hijo al hemiciclo en un día histórico para ella y su formación. Cortinas de humo para ocultar los movimientos entre bambalinas. De este modo, todo lleva camino de parecerse al monumental pasteleo que hemos visto en Cataluña. Esto es especialmente grave en el caso del PSOE, que no ceja en su empeño de menguarse, a pesar de que las encuestas ya dicen que los movimientos de los barones contra Sánchez han sido penalizados por la ciudadanía. Pronto Sánchez no estará solo. Las presiones van a arreciar sobre Rajoy para que dé un paso al lado, adelante, o atrás, como una vez proclamó en su memorable alabanza a Camps en aquel Congreso valenciano que nadie quiere recordar.

Así, todo se encamina a lo peor. Claro que Rajoy no debió ser candidato de su partido. Pero el PP no tuvo agallas para retirarlo antes de las Elecciones y ahora debería comérselo y no dar el espectáculo de venderlo por el plato de lentejas del Gobierno. Lo mismo se debe decir de Pedro Sánchez, desde luego. Es el Secretario General y debería ser apoyado por su gente. Es verdad que al menos podemos exigirle coherencia. Es discutible si acertó al prestar dos nombres al partido de Mas y a ERC para que pudieran tener grupo parlamentario, pero no cabe la menor duda de que, sea cual sea la consideración que recomendó realizar ese acto, uno no ve por qué no se aplica el mismo argumento para lograr que Compromís, En Comú-Podem y As Mareas tengan cada uno su visibilidad y su voz en el Congreso de los Diputados.

En todo caso, algo me parece deseable. El electorado no debería aceptar maniobras extrañas y debería penalizar a cualquier formación política que cambiara de líder al modo de Puigdemont. No solo porque en esas situaciones siempre se suele elegir al más débil, al que menos poder tiene; también y sobre todo porque es dar gato por liebre a la ciudadanía. Si hay que cambiar de líder, que se presente ante el electorado y que se gane su confianza. Ir a otras Elecciones no es el fin del mundo, y ahora comprobamos con alivio que la inestabilidad no es tan grave. Finalmente, siempre he creído que la sociedad española lleva mucho tiempo de ser más responsable que sus gobiernos, que en los últimos tiempos no solo parecían unos provocadores, sino incluso unos enemigos públicos. Así que quizá un poco de rigor, transparencia y seriedad no vendría mal en la circunstancia que ahora se inicia, con la ronda de conversaciones de los líderes políticos con el Jefe de Estado.

Y hablando de esa ronda, creo que discreción y acierto no vendrían mal a los asesores de don Felipe VI, porque han equivocado el consejo tres veces en los últimos días. Se equivocaron al llevarlo al Palacio Real a pronunciar el discurso de Navidad. El palacio de la Zarzuela es el lugar del trabajo normal del Rey en nuestra democracia y ese discurso forma parte de ese tipo de actividad. Un discurso de Navidad no es una solemnidad de Estado y no debería tener ese escenario monumental y grandioso, que con ese sencillo acto familiar queda devaluado. Se equivocaron también al no recibir a la Presidenta del Parlamento catalán, porque esa recepción, aunque no constituye un acto jurídico necesario, sí es un acto de normalidad institucional, y nada es más necesario en estos momentos. El Rey no sabe de política de partido y desde luego no está condicionado por sus contingencias. Que en Cataluña algo se va a empezar a mover para bien, apenas se puede dudar, y el Rey no debería perjudicar esos movimientos. El gesto del Rey, además, hace más significativa y a contrapelo la cesión de senadores socialistas a los grupos catalanes, pero interferir y desautorizar a un partido no puede ser la consecuencia de los actos del Rey. Y tercero, está mal aconsejado cuando recibe a grandes empresarios del IVEX antes de la ronda de consultas. En efecto, el Rey no puede dar ni por un momento la impresión de que se dispone a condicionar su ronda de conversaciones con los líderes políticos por las opiniones de los grandes empresarios. Claro que él debe conocer la opinión de estos hombres tan importantes, pero no como si esa opinión estuviera a la par o incluso por encima de la opinión de los representantes del pueblo español. Lo último que necesita el Rey es consejos que lo lleven a reforzar su figura por el camino de la implicación política en tiempos tan revueltos. Los amantes de la estabilidad deberían tener claro al menos esto.