Jueves día 6 de abril, me llama un amigo para mostrarme su preocupación porque algunas decisiones sobre la movilidad en València, demasiado rápidas en su opinión, puedan afectar a la continuidad de la izquierda en el gobierno local. De paso, me recomienda la lectura de un artículo de mi admirado amigo Joan Romero en este mismo diario ('Vamos despacio porque vamos lejos') aunque no hace referencia a una política concreta. Domingo día 9, Juan Lagardera insiste en la misma línea, concretando en la movilidad: «Las prisas han sido siempre malas consejeras de la izquierda» ('La batalla del coche se libra en València') .

Andar más o menos despacio, una metáfora aplicable a la calle. Instalada la ciudad en la anomalía, acostumbrada a vivir, sin apenas rechistar, en esta especie de cámara de gas de baja intensidad y de agobios, el ayuntamiento de València ha conseguido sacudir los cimientos de la gestión del espacio público.

Más allá de algunos grupos minoritarios, no ha habido en los últimos años un movimiento cívico potente reivindicando un derecho tan elemental como el aire limpio, una ciudad segura y poder caminar y disfrutar del espacio urbano. Por contra, se ha aceptado e interiorizado con toda normalidad que los coches monopolicen calles y plazas, circulando o aparcando, con todas las ventajas en los semáforos (algunas verdaderamente escandalosas) y afectando también al interior de las viviendas.

En cambio, los resignados viandantes (48% de los desplazamientos) gastan la mitad del tiempo esperando en los cruces a que pasen los coches (22%) mientras respiran malos humos. Y los usuarios del bus (20%) soportan la competencia desleal de los vehículos privados, una minoría que gobierna el espacio público de nuestra ciudad. Ante tanta pasividad no resulta extraño que los sucesivos gobiernos locales no se hayan sentido aludidos ni presionados para cambiar de planes. A eso se llama política acomodaticia.

El actual gobierno local surgió de las elecciones de 2015 con una apuesta innovadora para recuperar el espacio público de la ciudad, con una coalición de partidos que (con mayor o menor entusiasmo, como venimos comprobando) prometió un cambio sustancial. Probablemente, la mayoría de los electores no leyó los programas, y quienes lo hicieron, desde posiciones poco favorables al cambio, estaban convencidos de que las palabras -como sucede con frecuencia- se las iba a llevar el viento.

Así que, cuando vieron que la cosa iba en serio, empezaron las presiones. Unos defendiendo claramente intereses corporativos, pero otros disparando directamente a la estabilidad del gobierno municipal. Últimamente lo estamos viendo una vez más, en un asunto sin duda menor, como es el conflicto artificialmente creado con el vergonzoso aparcamiento nocturno en el carril bus que nunca se debió permitir. Criticar la falta de debate, precisamente en el momento en que los procesos participativos -aunque mejorables, sin precedentes en nuestra historia local- están extendiéndose por la ciudad, no resulta un sólido argumento.

Las principales actuaciones llevadas a cabo por el ayuntamiento hasta ahora están muy alejadas todavía del objetivo final del programa electoral: una actuación parcial en la plaza del Mercado, restricción de acceso por la calle de Serranos, plaza del ayuntamiento libre de coches un domingo al mes, eliminación de motos en algunas aceras, extensión de la red ciclista y una primera remodelación de la EMT. Por tanto, queda mucho por hacer. Todo iría mucho mejor si, además, los transportes metropolitanos estuvieran mejor financiados: sus responsables, los gobiernos centrales, apostaron por el costosísimo despilfarro de la alta velocidad, contra la gente que cada día ha de ir al trabajo o a sus otras obligaciones. La afrenta continúa.

El gran atraso que llevamos no aconseja, en absoluto, poner la marcha lenta, defraudando a los que sí creyeron en un programa de largo alcance para una ciudad reconquistada por la mayoría no motorizada. Un mal entendido consenso, en determinados asuntos, significa el bloqueo, es decir, no hacer nada. Cada día que pasa, el coste de mantener el modelo 'todo para el automóvil' es altísimo: en tiempos de espera, en atascos, en menor eficiencia del transporte público, en costes para las empresas y para las instituciones públicas. Y lo que es peor, un altísimo perjuicio para nuestra salud y para nuestra integridad física. En cambio, la experiencia demuestra que los cambios mejoran la economía urbana, el medio ambiente y el bienestar de todas las personas.

Las medidas de pacificación del tráfico cuentan con amplísimo respaldo popular en cuantas ciudades se han aplicado, con gobiernos de uno u otro signo, y que hoy muestran orgullosas sus calles y plazas remodeladas. Porque -aunque algunos lo piensan- los coches no son de derechas ni las bicicletas de izquierdas. La cita de casos se haría interminable, desde Nueva York a Pontevedra.

Tomemos nota del movimiento «ciudades lentas» (slow cities), un proyecto de ciudades intermedias que también debe animar a las más grandes. Lentitud aplicada a la movilidad, pero también a la comida, a la producción autóctona, a la hospitalidad, pensando en primer lugar en los vecinos. Consulten en la Red.