Puede que se haya extendido la flexibilidad en los horarios laborales; o que a los abuelos, agerásicos del siglo XXI, les vaya la marcha y estén dispuestos a incluir una función más, a la hora de la siesta, del cuadro costumbrista en que representan a los padres. O quizá éstos hayan llegado al nirvana de la indiferencia total, a la despreocupación ilimitada que supone liberar la mente de toda imagen de sus vástagos y, por tanto, se hayan sacudido aquella incomodísima sensación llamada responsabilidad. Incluso puede ser que los profesores, aprovechando el marasmo intelectual de la sociedad, hayan colado al fin el gol de la jornada continua, que les dará la tarde libre para sus cosas y a los alumnos para que no decaiga la borrachera electrónica. Sea como fuere, lo cierto es que después de haber aplicado el sinapismo de la tergiversación sobre las mentes de los padres les han reblandecido el criterio hasta el punto de hacerlos apoyar las clases matutinas en muchos colegios.

La ciencia pedagógica demuestra que no es posible mantenerse atento más de dos horas; y que a partir de tres, cualquier intento de aprender algo es una pérdida de tiempo. Pero eso no es obstáculo para la docencia de vanguardia; ni siquiera es motivo de reflexión. La mirada está puesta en la holganza vespertina, en la perspectiva del ocio, en el dolce far niente. Nunca se había dado tal conexión, tal oportunidad para la sinergia entre alumnos y profesores, principalmente porque los profesores querían enseñar y los alumnos aprender. Pero ahora que las cosas han cambiado; ahora que los profesores quieren que su esfuerzo les convierta en funcionarios acomodados y los alumnos pretenden que la magia les permita vivir sin trabajar; ahora que todo el idealismo se reduce al epicureísmo, el objetivo es agenciar el título de Secundaria sin que unos ni otros den un palo al agua. Por eso ha surgido la calificación a partir de rúbricas, que suprime los exámenes y saca los aprobados de donde no hay con qué; y el aprendizaje cooperativo; y el alumno autónomo, y el humo con que se tapa la pereza insuperable que domina la situación.