Ante la crisis de sentido que atraviesan las sociedades occidentales contemporáneas y la incapacidad de las instituciones para generar individuos capaces de hacerlas funcionar, en un mundo turbulento y cambiante, el término «sostenibilidad» ha adquirido relevancia pública en los últimos años, especialmente tras el lanzamiento de la Carta de la Tierra en 2000, donde se apuesta por «una sociedad global sostenible fundada en el respeto hacia la naturaleza, los derechos humanos fundamentales, la justicia económica y una cultura de paz». Son ideales como estos los que nos sirven de referentes al exigirnos la responsabilidad de prestar atención a las consecuencias de nuestras acciones y encontrar soluciones a los retos actuales.

Con el concepto «sostenibilidad» se pretende movilizar la responsabilidad colectiva para enfrentar los retos de un futuro amenazado por la contaminación ambiental, la urbanización desordenada y el deterioro rural o los riegos del desarrollo tecnocientífico. La sostenibilidad protagoniza la vida de gobiernos, empresas y organizaciones de la sociedad civil, interesados por incorporarla en la formulación de objetivos y estrategias ambientales, económicas, políticas y sociales. Y así nuestros gobernantes dedican fondos públicos a proyectos de investigación en sostenibilidad, equidad de género o innovación social precisamente para potenciar la participación y el compromiso cívico en aras de un desarrollo equilibrado y sostenible de nuestro territorio.

Pero la insignificancia avanza. Estos mismos gobernantes, convertidos ahora en «moralistas políticos», dejan fuera de las asignaturas que han de cursarse obligatoriamente en segundo de Bachillerato la Historia de la Filosofía, como si ignorasen que la Filosofía es el recurso más sostenible del mundo. Estos «moralistas políticos» no pueden no saber que un mundo que silencie los conceptos filosóficos -verdad, belleza y bondad- nos conduce al totalitarismo.

La Filosofía es, ante todo, una interpretación, una forma de ver el mundo, de posicionarse en el mundo. La Filosofía no se encuentra constreñida al ámbito académico, ni es asunto de unos cuantos privilegiados, sino que el filosofar abarca también al hombre de la calle, pues estamos interrogándonos permanentemente y abriendo horizontes en el tiempo. Y esta es una competencia educativa básica.

La Filosofía -y las Humanidades en general- pueden contribuir a un mundo más sostenible desde el punto de vista ambiental, económico, político y social. Porque la Filosofía educa la sensibilidad. La Filosofía, que es un pensamiento originado por la sensibilidad, traducida en ideas, amplía nuestra percepción de la realidad: cuanto mayor sea nuestra sensibilidad mayor será nuestro descontento con la realidad concreta y seremos capaces de reaccionar, de pensar de una manera más profunda.

Para construir un país sostenible resulta obligado contar con que la Filosofía es un catalizador de ideas indispensable para articular el pensamiento crítico y reflexivo y para repensar la condición humana en un entorno global. Por ello, el destierro de la Filosofía no hará más que debilitar la democracia, fomentar una sociedad insolidaria y acabar con una de las aspiraciones más eficaces de la historia.