En el contexto de los episodios de masacres provocadas por el nuevo terrorismo mundialista, se ha generado una acción y una reacción respecto a las opiniones e informaciones que pueden o no publicarse. Las denominadas redes sociales se han llenado de diatribas contra la religión de los autores con comentarios que podrían constituir delitos denominados de odio. Ya es popular que la información acerca de los atentados está mediatizada por una ley de omertá, no se puede decir lo que ya se imaginan todos desde el inicio (sólo basta comparar empíricamente las noticias dadas en los primeros instantes, que siempre evitan referirse al origen religioso del terrorista, o al étnico-religioso, aunque siempre, después de que pasan las horas no queda otra que corroborar lo que ya el modus operandi ha indicado).

Entre la población se ha instaurado la certeza de que las autoridades, o un clima de omertá institucional, han pactado ocultar la realidad, y esta certeza provoca entre los ciudadanos más incertidumbre y, lógicamente, dispara el odio, dando la sensación primaria de que se está colaborando de alguna manera a proteger el entorno de los terroristas y desproteger el de la población en su conjunto, que queda maniatada merced a las leyes contra el odio.

Un ejemplo está en la indignación de Jesús Cacho, periodista y editorialista, que escribía: «Basta ya de lamentos y mentiras piadosas. Basta de llantos. Hay que pasar al ataque. La sociedad europea está obligada a defenderse con la utilización de los medios legales que la democracia pone en manos del Estado ("el Estado como fuente exclusiva de legitimidad en el uso de la violencia", según Weber), pero si Europa decidiera suicidarse a cámara lenta, los españoles de bien, que son mayoría, estarían obligados a exigir al Gobierno de la nación que declare la guerra al yihadismo con todas sus consecuencias, desde luego tomando las medidas pertinentes para expulsar del país a quienes nieguen el respeto debido a nuestra cultura y estilo de vida. Esta es una guerra en toda regla. No caben paños calientes. Se trata de una guerra distinta, más complicada de ganar, más llena de peligros en tanto en cuanto los bárbaros no están a las puertas, rodeando las murallas de la ciudad, sino que ya están dentro y tienen sus cómplices, partidos que se sientan en el Parlamento de la nación, y toda esa ideología de izquierda rancia que reclama la otra mejilla cuando ocurre un atentado y apela a la unidad, y recuerda que el islam no es violento, y apunta con el dedo e insulta a quien osa decir lo contrario, a quien sostiene que ya está bien de discursos buenistas. Ya basta. Es hora de pasar a la acción».

Es sólo un ejemplo, contra el cual está el muro de las leyes de los Estados que se han propuesto conformar poblaciones que no se muevan ante el crimen perpetrado contra ellas mismas, y ese muro es la legislación contra el odio. Estos delitos se inventaron en Estados Unidos en los años ochenta y, como la Coca Cola y el iPhone, se han extendido a todo Occidente: son delitos de odio los que se provocan cuando una persona ataca a otra o a un grupo en función de su pertenencia a un determinado grupo social, según su género, religión, raza, etnia, nacionalidad, u orientación sexual.

Los delitos del odio surgieron por primera vez primera en EE UU, en 1968, como parte de la Civil Rights Act, se incrementaron las penas en 1978, en 1981 se añadió en Washington el delito por razón del origen, en 1982 en Alaska por razón del credo, del sexo y de la discapacidad, y en 1990 por razón de la edad, el estado marital y la afiliación a organizaciones de derechos civiles. Es así que, cuando la ciudadanía vea que el crimen tiene el trasfondo formal de odio, subliminalmente generará rechazo y desprecio contra el comitente, de forma que el objetivo de ingeniería social está conseguido, como una especie de control mental para redirigir el pensamiento de los ciudadanos occidentales desproveyéndolos de autonomía para debatir cada caso limpiamente conforme a cada circunstancia.

Cualquier agresión debería ser entendida como crimen de odio, pues es obvio que su génesis es tal, pero las etiquetas redirigen y protegen los intereses del legislador. En España este tipo de delitos se implantó en 1995, con el artículo 510 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Ha habido sucesivas ampliaciones y actualmente se agravan las penas si los delitos se cometen por internet, siendo que «el juez o tribunal acordará la destrucción, borrado o inutilización de los libros, archivos, documentos, artículos y cualquier clase de soporte objeto del delito a que se refieren los apartados anteriores o por medio de los cuales se hubiera cometido».

Torquemada y la Santa Inquisición estarían gozosos de estas redacciones, que secuestran prácticamente la ecuanimidad de los ciudadanos, la cual termina ahormando el legislador a su criterio, convirtiéndolos en ciudadanos mudos, impedidos en la mostración de su rabia y agresividad natural. Y a esto íbamos. Hemos de distinguir, en el entramado de la mente humana, entre el odio y el amor, ya no como pulsiones, sino como sitas en el campo del yo, en un juego de tesis y antítesis donde se puede situar el amor y el odio en un extremo y en el otro la indiferencia, y de aquí pasaríamos a analizar el amor y el odio y a advertir su disimetría, en el sentido de que el amor, innato, se convierte en odio sin límites cuando se entiende que está en peligro, y sobre estas fuerzas se construye la dinámica del yo, en la que la agresividad y su dominio son claves. No permitir la agresividad es como parar la sangre por las venas, o cortar las manos porque tienen uñas, o sellar la boca porque tiene dientes.

Las diferencias entre la pulsión y el instinto las trató Freud en Las pulsiones y sus destinos, una obra de 1915, y en otra de sus obras más maduras, El malestar de la cultura, 1929, analizaba: «El natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno... dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él comparte la dominación del mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta lucha es, en suma, el contenido esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida. ¡Y es este combate de los Titanes el que nuestras nodrizas pretenden aplacar en su "arrorró del cielo"!». Traducido a la tragedia actual, se referiría Freud al osopeluchismo y las monsergas y lamentaciones de la sociedad ante la barbarie, en lugar de sacar la rabia y actuar.

Sigue Freud: «Podemos estudiarlo en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de conciencia, despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a éste, desarmándolo». Esto es lo que está ocurriendo actualmente.

En definitiva, el ser humano está inmerso en una estructura de amor-odio de la cual se aprovechan naturalmente el Estado y sus representantes para gobernar, con la fuerza cultural, a través de la culpa y la exigencia del sacrificio y, si es necesario, la vida de sus ciudadanos. Lo que está ocurriendo en occidente parece una nueva tecnología jurídica utilizada por el estado para dominar a las masas: se les arrebata su derecho natural a ser informados, a fin de que soporten estoicamente el crimen y dominen su agresividad frente al agresor, para que el monopolio de la violencia quede más protegido en un Leviatán cuyos mejores colaboradores de esos gobernantes son los asesinos que generan la pulsión que hay que dominar. El juego ha comenzado.