Después de unos días de infarto se intuyen algunos indicios de una breve y precaria ventana de oportunidad para retomar el diálogo que pueda evitarnos más emociones insanas. Las banderas blancas que van apareciendo y numerosas declaraciones apelando al diálogo marcan un cambio significativo de tercio tras semanas de polarización ensordecedora. Las trascendentes decisiones de grandes corporaciones de trasladar sus sedes sociales fuera de Catalunya invitan sin duda a bajar el nivel de adrenalina y substituirlo por una más serena reflexión. La buena gobernanza tiene como objetivo la mejora de las condiciones de vida de la población a corto y largo plazo y no crear problemas que dividan a la sociedad. Son precisamente las sociedades con amplios espacios compartidos las que mejor progresan, como Catalunya demostró hace exactamente 40 años con la vuelta de Tarradellas en momentos no menos complejos. Favorecer la polarización social es precisamente un síntoma de mal gobierno por el alto riesgo que comporta como nos recuerda nuestra historia reciente y por distraernos de los verdaderos retos planteados en un mundo globalizado.

Ambas partes han expuesto hasta la saciedad sus argumentos sin escucharse mutuamente en un imposible diálogo de besugos que carece de sentido prolongar. Se han mezclado además dos debates, uno sobre el derecho a decidir y otro sobre la cuestión de fondo, lo que solo ha enmascarado aún más el problema. Pese a ello queda un aspecto poco comentado que es la perspectiva de los otros territorios de la antigua Corona de Aragón. Catalunya nunca ha sido independiente -a diferencia de Escocia-sino o parte de Francia, Aragón o España en cuya constitución se incorporó como uno de los territorios de la anterior. De plantear la reversión solo tendría sentido para el conjunto de los territorios y nunca uno de ellos. Hacerlo sin consultar con los valencianos, aragoneses y baleares es un ejercicio de histórica deslealtad tras una larga historia compartida. Si la opción de la independencia cuajase, los vínculos de toda índole se debilitarían con el paso del tiempo como ha pasado con el Roselló.

Debe aprovecharse cualquier resquicio de diálogo posible en sus múltiples formas y preferiblemente discreto donde el mundo empresarial tiene una especial responsabilidad. Y para ello es necesario no proseguir la huida hacia ninguna parte que nos genere otro Kosovo enquistado en medio de Europa. Las responsabilidades individuales en que hayan incurrido gobernantes concretos se tendrán que substanciar con independencia del diálogo por los cauces que prevé el ordenamiento jurídico y en el marco de la división de poderes. El volátil apoyo popular no puede eximir de las responsabilidades de cada cual en un ejercicio déjà vu en otro tipo de casos como la corrupción.

Pero el verdadero problema no lo tenemos ahí, sino en la progresiva desafección de una parte si bien no mayoritaria si muy importante de la población catalana. Se ha dejado irresponsablemente crecer y si no se aborda ya devendrá insoluble. Coincide y refuerza otro problema diferente pero relacionado: la falta de entusiasmo que hoy genera el proyecto colectivo de España una de cuyas causas y síntoma a la vez es la fosilización de la Constitución del 78 por falta de ambición, amplitud de miras, generosidad y capacidad de consenso. No hay que buscar la causa en la Transición, antes al contrario: sus protagonistas sí que dieron la talla en comparación con el más que mediocre liderazgo actual. Recordemos que Adolfo Suárez entendía que el modelo autonómico tenía un horizonte de 25 años o el hecho que muchas de las propuestas federalizantes que ahora aparecen circulaban ya en la segunda mitad de los 80 sin que nunca se llegasen a tomar en serio.

Resetear un proyecto de país capaz de incorporar e ilusionar a una buena parte de la población catalana es el reto substantivo no solo para superar este envite. Sin el dinamismo, modernidad, innovación o creatividad capaz de sacándonos de nuestra zona de confort que aporta Catalunya difícilmente conseguiremos un proyecto a la altura de los retos que como sociedad tenemos planteados. Barcelona es demasiado grande, no solo en términos futbolísticos, para Catalunya. Solo un proyecto capaz de integrarla y conferirle el protagonismo que no solo merece sino que es capaz de desarrollar en competencia inteligente con el resto de España nos permitirá construir el proyecto colectivo que hemos ido perdiendo por desidia y miopía. El resto de España, especialmente las comunidades no forales con personalidad marcada no debemos nunca olvidar que gracias al empuje de Catalunya hemos podido replicar su modelo autonómico liderando una histórica recuperación de nuestra cultura y capacidad creativa en los pasados 40 años que tomamos, como demasiadas cosas, por obvio.