Para empezar, conviene notar que los países no son como vegetales que nacen de la tierra, es decir, que tienen un modo de ser natural, por así decir. De hecho, el nacionalismo y sus epopeyas de lo nativo tienden a destilar una conciencia política a partir de una idiosincrasia autóctona. En ese sentido, parecen emular a los mitológicos aborígenes que formaban la tribu de los nacidos de los árboles y, por tanto, del lugar mismo. Así que el nacionalismo es una cierta aspiración a convertir una identidad política en una identidad natural, si bien afirma ser exactamente lo contrario: un modo de ser natural y prepolítico que quiere alzarse como sujeto político. Sin embargo, ese supuesto carácter natural no es menos artificial que, por ejemplo, un yogurt natural.

Por eso llevaba razón Sloterdigk al decir que las naciones lo son en la medida que son capaces de imaginarse con éxito que lo son. Además, hay que suponer que forma parte de ese éxito que la mayor parte de los que la forman quieran en efecto formar parte de ella. De ahí la seria crisis que la desafección de tantos catalanes supone para España. Y de ahí la todavía más grave imposibilidad interna de Cataluña (y de Euskadi) para tenerse por tales naciones: cuando imaginan su nación se les caen la mitad de sus conciudadanos. Pero esto no parece importarles mucho. Ciertamente para que las naciones imaginen serlo, nada es tan conveniente como que puedan imaginar haberlo sido desde antiguo, desde siempre, si fuera posible. Por eso la construcción narrativa de una identidad histórica es crucial para la viabilidad imaginativa de las naciones. La incuria de las fuentes culturales de las que surgen dichas narraciones es una torpeza política gravemente irresponsable.

Pero todavía más decisiva que la memoria como conciencia de un pasado común, es la imaginación de un futuro posible en común. Es el proyecto sugerente de vida en común que Ortega echó en falta para la España de su tiempo, y que la independencia sustituye tan seductoramente entre los nuevos soberanistas.

Si fuera posible un patriotismo liberal, inclusivo y moderno, éste tendría su centro de gravedad en el futuro y no apelaría tanto a una comunidad de origen como de horizonte. Una comunidad de la que los separatismos se definen por autoexcluirse excluyendo a otros mediante el indisimulable repudio de aquellos con los que no se quiere compartir el futuro. Es inevitable, por tanto, la ofensa de aquellos a los que se quiere abandonar y a la que los separatistas son tan poco sensibles, mientras reivindican una extrema delicadeza para la propia sensibilidad. Se entiende, pues, que las actuales tensiones secesionistas hayan escarnecido los sentimientos políticos de comunidad y pertenencia. Pero ese escarnecimiento es casi crónico entre los nacionalistas que parecen sobrellevar una herida que no se cura. De hecho, Charles Taylor, filósofo quebequés y nacionalista, asegura que los sentimientos de dignidad ofendida o humillada suelen ser nucleares en los nacionalismos, y que aglutinan las energías de las comunidades que no logran el reconocimiento que creen merecer. De ahí esa susceptibilidad que les repliega en un solipsismo sentimental y colectivo frente a quienes no pueden entenderlo, es decir, quienes no sienten lo mismo.

Es crucial tenerlo en cuenta para no alimentar con las supuestas derrotas que se les infringen el sentimiento político que se quiere debilitar. No ofender gratuitamente la dignidad política de identidades sentimentales es la táctica más inteligente al tiempo que un deber de respetuosa justicia que nadie juicioso desatenderá. La ponderada moderación frente a quien quiere acabar con la convivencia es condición de posibilidad de la convivencia como proyecto político. Lo anterior no excluye que respondan debidamente ante la justicia, pero sí exige que ésta sea escrupulosamente ecuánime.

El nacionalismo es una tumoración del patriotismo. Es verdad que dicha inflamación tiene a veces la forma de humillaciones cronificadas y otras de vanidades entumecidas, y con frecuencia de ambas. Pero en un caso y otro son formas políticas de un narcisismo inflamado e identitario. De ahí que el nacionalismo sea al egoísmo y el orgullo lo que el igualitarismo totalitario fue a la envidia y el complejo de inferioridad: la tumefacción ideológica y política de laceraciones pasionales.

Para evitar esa satisfacción enfática en lo propio, es del todo necesario tener en cuenta el modesto sentido común en que consiste formar parte de un país, es decir, ser un paisano más en medio de un paisaje común y esencialmente interior. La nacionalidad es un nombre grandilocuente para la vecindad interior de quienes no pueden ser ajenos los unos a los otros, y no pueden serlo en un sentido particular, distinto del que une a cualquier hombre con la humanidad en general.

Forman parte de un país los que sin ser allegados no pueden evitar correr una misma suerte. El término español «suerte» procede del latín «sor» que era la parte de tierra de labor que tocaba en un «sorteo». Consortes son quienes comparten una misma propiedad, pero vecinos y conciudadanos son aquellos extraños con quienes se corre una suerte afín, sin poder evitarlo. Es el sorteo de la vida el que nos pone a unos junto a otros: un país es la unidad consciente de aquellos a los que la suerte ha hecho de una misma suerte.

La política es la solidaridad organizada de los que corremos una misma suerte en lo común y en lo mundial, es decir, cuando otros corren suertes distintas según los avatares del mundo y del tiempo que nos toca vivir. Por eso concurrimos juntos al concierto de las naciones, por eso competimos juntos cuando hay que competir, o nos sumamos juntos a alianzas cuando hay que aliarse y compartir suerte con otros países. Por eso nos damos unas mismas leyes e idénticos derechos como no podemos garantizarles a todos los demás; por eso nos cedemos riqueza entre nosotros como no podemos hacer con otros; por eso nos auxiliamos y protegemos como no podemos hacer respecto de todos los demás; por eso tomamos como propio lo que hacen otros en nombre de todos; por eso nos reconocemos entre nosotros como no nos cabe hacer con todos aquellos con quienes nos une y obliga la común humanidad.

Un país es el carácter inevitablemente limitado de aquello y aquellos cuya responsabilidad principal nos ha tocado en suerte. Lo ilimitado de nuestra responsabilidad es el mundo y la humanidad.