Hace unos días, charlando con un joven y brillante ejecutivo, le pregunté por las características mínimas que debía tener una región para que la multinacional donde trabaja se plantease abrir un nuevo centro productivo. Su respuesta: un aeropuerto, una buena red de comunicaciones (físicas y digitales), un sistema legal que funcione, así como una universidad que garantice un número anual de graduados, sobre todo en ingenierías.

La enseñanza superior ha vivido muchas transformaciones, aunque su esencia y estructura básica ha sobrevivido. Incluso cuando Francisco de Vitoria, a mediados del siglo XVI, comenzó la revolucionaria práctica de dictar en sus clases de la Universidad de Salamanca. El padre del Derecho Internacional permitía que los alumnos copiaran su conferencia, palabra por palabra. El obispo de Ciudad Rodrigo llegó a acusar tanta modernidad de «estragar a los discípulos sus entendimientos» pues perjudicaba la memoria de los estudiantes que hasta entonces leían y repetían el texto de un libro: «lectio, disputatio y repetitio». El mismo sistema con que aprendían los párvulos hasta hace medio siglo la tabla de multiplicar.

En España, consideramos la educación como un tipo de bien público que beneficia a toda la sociedad. También hablamos de la universidad de masas por su gran expansión. Hasta la Segunda Guerra Mundial había 500 universidades en el planeta. Hoy, son unas 10.000, de las cuales 83 son españolas: 50 de titularidad pública y 33 privadas. Apreciémoslas en lo que valen, que es mucho.

La universidad española, con sus defectos, que sin duda tiene, apunta también virtudes y fortalezas. Ha sido decisiva para mejorar la calidad de vida de cada generación, desde hace siglos. Miramos con envidia el ranking de Shangái de las 500 mejores universidades del mundo donde, por ejemplo, el Reino Unido mantiene 38 instituciones, casi el triple de las españolas. Pero debemos recordar que la tercera universidad británica no se crea hasta 1829 (tras Oxford y Cambridge, en el medievo). España llevaba siglos con una decena de instituciones: València, Alcalá, Valladolid, Barcelona, Zaragoza, Santiago, Oviedo, Sevilla, Granada, además de la pionera salmantina, que cumple este curso 800 años.

Pero del pasado nadie vive y las universidades tampoco. Los nuevos tiempos han traído la cultura de la calidad y de los costes así como la obsesión por la captación externa de recursos. Se cuestiona permanentemente la sostenibilidad de la institución universitaria, porque es asequible a cualquier bolsillo. Lo que cuesta nuestra matrícula no es el problema de las familias, créanme, sino que el ascensor social -estrella de otros momentos- ya no funciona por si mismo sin cursar un doble grado o un máster, que parece la única opción para el empleo y cuestan miles de euros. Ese es el problema de las familias menos pudientes. Es el coste (en sentido económico y moral) de la generalización de la educación superior.

En diciembre pasado, la Oficina Nacional de Auditoría del Reino Unido hacía público un informe denominado El mercado de la educación superior. Allí, la financiación de la educación superior se basa totalmente en criterios de mercado: el ministerio abona directamente a la universidad la matrícula del alumno instrumentado en un préstamo (unos 9.000 millones de libras, unos 10.200 millones de euros, este curso) que éste debe devolver cuando obtenga ingresos del trabajo y supere un determinado nivel de renta. Al financiar al estudiante -no a la universidad- buscaron configurar un verdadero mercado y que la competencia entre proveedores mejorase la calidad del producto y su relación con el precio. También que pague quien usa el servicio, aunque sea en diferido.

El modelo lleva décadas implantado en EE UU, donde está haciendo estragos entre las clases más populares pues condiciona el resto de sus vidas. En 2016, la Reserva Federal calculaba que, por este concepto, la deuda viva ascendía a 1,3 billones de dólares (más de 1.000 millones de euros) y afectaba a 42 millones de norteamericanos. Quizás por eso, la matriculación lleva tres cursos cayendo medio millón de estudiantes al año.

Los auditores británicos evidencian que dos tercios de los universitarios rechazaban la relación calidad-precio de los cursos (¡ unos 10.200 euros cada uno!) sin que se haya demostrado efectiva esa competencia entre centros. Aunque admitían que un graduado gana, en promedio, un 42 % más que quien no lo es, se trata de algo muy variable según las titulaciones, por lo que es importante «tomar una decisión informada», dice el informe, pues la deuda promedio del estudiante inglés que termina su carrera es de 50.000 libras (casi 57.000 euros). Una pesada mochila que sólo compensa si les permite encontrar un buen trabajo. De no ser así, como consumidores, tendrán una legítima frustración, similar a la que padecieron en España los clientes de los bancos y cajas de ahorro con sus cláusulas suelo o sus participaciones preferentes. «Si este fuese un mercado financiero regulado, plantearíamos la cuestión de la venta fraudulenta», concluyen los auditores. Para más coincidencia con el mercado, los últimos meses han aparecido escándalos en muchas universidades británicas cuyos máximos directivos estaban cobrando «incentivos anuales» cercanos al medio millón de libras anual.

Si estamos en un mercado universitario, entonces la primera regla hoy será la globalización. Los baby-google llegan a la universidad después de haber sido testigos directos del inmenso cambio tecnológico. Tenían 10 años cuando apareció el iPhone. Si quieren, podrán licenciarse sin necesidad de acercarse nunca a los profesores. Ni siquiera a un libro de texto, que siguen el modelo de Netflix.

Para ellos, el mercado compondrá una universidad a dos velocidades: un aprendizaje barato en la nube, a través de internet donde serán tutelados por boots o profesores virtuales. Mientras tanto, como aquel régimen de alumno libre de los pobres en la posguerra española, los estudiantes más pudientes o más elitistas vivirán una experiencia plena, codeándose con los mejores académicos, pagando más por interactuar con ellos y vivir el campus tradicional. Es como volar en clase turista o en preferente. La tecnología ha permitido el acceso a todo el mundo pero a costa de una mayor desigualdad. Como dijo aquél: ¡es el mercado, estúpido!

Hace unas semanas, la revista norteamericana Quartz dedicaba una serie de cuatro artículos al futuro de la educación. Titulaba: «Es el final de la universidad tal como la conocemos». Aunque el cambio no se sucederá tan rápidamente como pudiera esperarse, ¿la globalización se llevará también nuestras universidades? Echaremos de menos aquellas clases que por cien euros al mes permitían levantar el brazo y preguntar.