Dios los cría y ellos se juntan. En Cataluña, el dios Pujol los parió, Artur Mas los arrejuntó, Puigdemont y su socia Carmen Forcadell los revolucionaron, la jueza Lamela los dispersó y el magistrado Llanera los amansó. Descabezados, en su diáspora por tierras belgas y madrileñas, eligieron de la última camada, al presidente del Parlament. En su discurso de aceptación saltó la sorpresa al indicar que su «objetivo primordial era buscar el entendimiento y el diálogo en esa Cámara» y que «quería contribuir a coser la sociedad catalana». «Apunta maneras», dijo Iceta, del PSC y en la Moncloa calmó al jefe del Ejecutivo ya que «al menos las cosas no han empeorado». Sólo la leoparda de Arrimadas le vio las orejas al lobo vestido de oveja xisqueta.

Días después, cuando Torrent, desde su despacho, en el acto oficial de la proclamación del candidato a la Presidencia de la Generalitat catalana apareció con la bandera autonómica a sus espaldas cometió, presuntamente, su primer delito ya que el art. 4.2 de la Constitución establece que «los Estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las comunidades autónomas. Estas se utilizarán junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales». Y la Ley 39/1981, de 28 de octubre, establece que una bandera autonómica, en un edificio o en un acto oficial, jamás puede estar sola. Si los que actualmente mandan en Cataluña con el artículo 155 son incapaces de aplicar la citada ley -«Las autoridades corregirán en el acto las infracciones de esta Ley, restableciendo la legalidad que haya sido conculcada», ¿son también presuntos? Salvador Ruiz Gómez. València.