Desde la montaña oteo el mar que ruge y cabrillea, y las olas se encrespan y rompen en los acantilados. Voy por el sendero que muchos hicieron y cercanamente un pequeño arroyo rumorea entre los cañaverales que el viento sacude. Mientras voy bajando por la montaña escucho en lontananza las campanas de una iglesia, que tañen repicando sonidos de llamada, y el viento a su vez ulula lentamente, envolviendo la atmósfera en que parece que las hojas murmuran y zumban en los oídos. Parece que el cielo se nubla y allá en el horizonte, por encima de las aguas, un rayo estalla y ruge, el trueno retumba y un pequeño punto allá en el infinito parece un pequeño barco que busca acercarse a algún puerto seguro para guarecerse, pues parece que una tempestad se desencadena en ese lugar en ese momento.

He llegado a orillas de este nuestro mar Mediterráneo, hollado la arena y tocado sus aguas tan movidas en esos instantes, y he pensado, como nos dijo Serrat, que también soy del Mediterráneo.