El paso a la llamada edad del bronce no nos es bien conocido en el área del término municipal de Castelló. Las labores excavadoras de Porcar, ofrecen restos (cerámicos y de sílex, que aún era de utilidad en este momento de la fase de los metales) en lugares especialmente emblemáticos de la geografía castellonense como la Cova de les Meravelles, o el Tossal Gros, citados ambos por Pascual Tirado en su «pairal» novela «Tombatossals»; Mas de Boira (que proporcionó interesantes cerámicas de cordón genuinas de este momento) y del montículo de la Magdalena o del final de la acequia de l´Obra, junto a la playa castellonense.

Pero esos hallazgos poco nos dicen de las formas de vida de nuestros antepasados castellonenses. La fantasía del «lletraferit» Pascual Tirado quiso ver en dos de esos lugares excavados, esa condición taumatúrgica, misteriosa y fantástica que concede el pasado remoto inescrutable.

Es evidente que la absoluta falta de minas de cobre en esta zona, hizo que se retrasara mucho el desarrollo de la cultura metalúrgica, que fue, sin duda, de importación.

A este respecto, merece la pena citar el hallazgo, en 1922, de una interesante pieza del denominado vaso campaniforme, en el término de la Ermita de la Virgen de Gracia en Vila-real, en el yacimiento conocido como Villa Filomena y también los de Ares o Vilafamés, cómo los enterramientos colectivos de las localidades de Castellnovo, Cálig o Eslida y, muy singularmente, el poblado de Oropesa, datable hacia el 1500 a.C, ubicado en un promontorio lindante con la playa de La Concha. Estas excavaciones nos ofrecen pistas de cómo debió de ser la vida en el área castellonense de la Plana.

Al respecto, aún podría hablarse de un modelo de subsistencia basado en la ganadería trashumante y en la agricultura cerealística, singularmente de trigo y cebada. Pero aún hay más. Las tumbas, aquí en nuestro término, inexistentes, ofrecen la imagen de una cierta organización social de clan, amén de una ostensible mejora de las habilidades domésticas, evidentes en la presencia de botones de hueso, hábilmente perforados y en una diversificación de las cerámicas, con propósito de rendimientos muy diversos.

El Museo de Castelló ofrece interesantes ejemplares, mostrando algunos que podían tener empleos para la elaboración de queso, por lo perforado de sus paredes. También en sus vitrinas se encuentra un molde, para la confección de hachas de guerra, hallado en el Castellet d´en Nadal, vecino al tossal del Castell Vell evidencia de que los castellonenses de hace tres mil años, ya eran hábiles en el arte de la fundición.

El hecho de que en algunos poblados aparezcan perímetros amurallados, indica el conflicto bélico entre clanes, posiblemente por la posesión de rebaños o utensilios de metal. Las casas, con paredes de mampostería tosca o tapial, son de planta rectangular y de una sola pieza. La cubierta mezclaba troncos, hojarascas, ramajes limos y fangos.

La Edad del hierro

El final de la edad del hierro, con la presencia de migraciones foráneas, se solapa con la autóctona civilización Ibérica. El insigne arqueólogo barcelonés Pere Bosch Gimpera, que tantas veces pateó los yacimientos arqueológicos castellonenses en la segunda y tercera década del pasado siglo, relacionaba con la cultura indoeuropea de los incineradores de los campos de urnas (Urnelfelder) los sepulcros aparecidos en el yacimiento almazorense de El Boverot, documentados en torno al 600 a. C. Este lugar tiene una reveladora estratigrafía, que comienza en el periodo del bronce.

Desde Cataluña y a través de los pasos montañosos de las serranías castellonero-turolenses, llegaron hasta estas tierras, emigrantes célticos, que dejaron restos de su cultura además de en el yacimiento citado, en otros como el de Vinarragell que excavó el afanoso arqueólogo burrianense Norberto Mesado.

Cabe señalar que la citada presencia de Bosch Gimpera en Castelló, vinculó más, si cabe, las ligazones de la naciente Sociedad Castellonense de Cultura con el Institut d´Estudis Catalans, del que era activo miembro en su sección de Arqueología.

Volviendo a las migraciones célticas, es significativo hacer mención del casco de hierro aparecido en Coves de Vinromà, lo que señala una acción invasora de estos pueblos pastores y guerreros, que se habían expandido por Centroeuropa y llegaron a las tierras hispanas del Mediterráneo. Paralelamente a la presencia de migraciones ultrapirenaicas, cabe hablar de las colonizaciones marítimas en la costa del Levante, de griegos y fenicios. Éstos procedentes de Asia Anterior, en el área que hoy ocupa El Líbano, fundaron varias colonias en el norte de África, de la que Cartago fue la más populosa. Sus habitantes, llamados púnicos por los romanos, llevaron a cabo en la Península Ibérica asentamientos comerciales desde Cádiz a Girona. Ibiza fue la factoría que, sirviendo de fondeadero naval desde el Norte de África, suministró productos comerciales, justipreciados como elemento de trueque, en establecimientos cercanos a la costa castellonense, como los citados de Vinarragell en Burriana el Boverot en Almassora o el de El Puig de Benicarló. El monte del Castell Vell, también ha ofrecido en alguna prospección cerámica púnica. La cronología de este comercio podría establecerse en torno al inicio del siglo VI a. C. o ser, incluso, algo más tardía.

Paralelamente al asentamiento mercantil fenicio, los mercaderes griegos, tras ubicarse en la ciudad de Marsella en el Sur de Francia, en torno al S. VII a. C, establecieron, casi de inmediato, populosas colonias en las costas catalana, valenciana y aún andaluza. Es evidente que ambos imperios mercaderes, chocaron en sus intereses, al ubicarse en las mismas áreas del litoral hispano.

Piezas arqueológicas de gran interés de la cultura helénica, se documentan en Castelló, Burriana, Benicàssim, Cabanes, Peñíscola o la Punta de Orleyl (La Vall d´Uixó), lugares en los que la costa presentaba abrigos naturales, que permitían fondear a las naves, que no llegaban a los 30 metros de eslora.

La presencia de las colonizaciones del hierro, marítimas y continentales, impulsarán en gran manera, desde el siglo VI a. C, el nacimiento y desarrollo de la cultura autóctona de los iberos. Con ellos comerciaron griegos y fenicios, cuyas ánforas y vasos cerámicos, ubicados en el Museo de Bellas Artes de Castelló y otros de ciudades cercanas, revelan un trueque muy activo. Los productos más habituales importados eran el vino y el aceite, las salazones (entre ellas el apreciado Garum o pasta de pescado macerada) vajillas de lujo y elementos de adorno para los tocados y vestidos. A cambio, los comerciantes cargaban, entre otros productos, cereales, metales y sal.

El vino y el aceite comenzarán a producirse en estas latitudes en torno los siglos III y II a. C. tiempo que supuso una importante expansión para la cultura ibérica. Las monedas son extranjeras hasta el siglo II, en que comienzan a acuñarse las autóctonas. Desde finales del siglo XIX, se hallan documentadas en excavaciones, diversas piezas acuñadas en cecas ibéricas, cuyos motivos pueden reducirse a bustos, jinetes o delfines.