Tiene una risa contagiosa y un admirable ansia por vivir. El armario de Juani Medina, natural de Catarroja, está lleno de color. Pero hace unos años la luz ni la quería ni la esperaba: «la ropa clara me hacía parecer más gorda», relata.

Con 52 años, Juani pesa 83 kilos, pero hace apenas seis rozaba los 200. Desde su infancia convivió con la estigmatización y el rechazo debido a su obesidad. No cantaba, no bailaba, no reía… Por no hacer ni hablaba. «Intentaba pasar todo lo desapercibida posible, en todo momento pensaba que alguien podía burlarse de mí», explica.

El estrés y la ansiedad provocó que su frustración se viese paliada por un abuso alimenticio que no hacía más que aumentar el desastre del que Juani intentaba huir. «Yo me sentaba en el sofá y me clavaba una botella entera de litro de coca-cola, ahora ni siquiera sé qué es eso», explica llena de orgullo.

Decidió entrar a quirófano hace apenas unos años, a pesar de que su sobrepeso no derivó en ninguna enfermedad grave, ya que «la obesidad no se cura con una simple dieta». Desde entonces lleva un «by-pass» en el estómago y agradece cada día a los profesionales que le ayudaron en su cambio mental y de salud en el hospital Peset. «Siempre aconsejaré a todo el mundo que, aunque dé miedo, den el paso», explica. Y es que este tipo de intervenciones podría salvar la vida del joven Teo Rodríguez, el joven de 43 años que ingresó el pasado martes en el hospital de Manises con 350 kilos.

El elevado peso de Juani respondía a la mala alimentación. «No sabía comer, utilizaba los alimentos como ansiolítico… Comía más de la cuenta, picaba entre horas… Para personas como yo la comida es una adicción, igual que la droga, pero nadie se pone en nuestro lugar». Denuncia que, en parte, si no sabía cómo administrar las comidas fue porque nadie le enseñó: «Porque nadie te explica la cantidad de azúcar que lleva un alimento u otro».

En el período previo a la operación su hijo mayor dejó de dirigirle la palabra hasta dos semanas antes de la operación. «A él le daba miedo que entrase en quirófano solo por una cuestión de estética y se enfadó conmigo», explica Juani, que insiste en que no era un simple tema de belleza, sino de salud mental.

En parte, de hecho, atreverse a dar el salto lo hizo por el bienestar de sus hijos. Cada vez que los llevaba al colegio, tenían que enfrentarse a las continuas burlas de sus compañeros. Ellos las ignoraban, por lo menos a ojo de Juani, que asegura que jamás le echaron nada en cara.

«Perdí mi juventud»

El estigma que sufre una persona con obesidad a ojos de los demás es tan sencillo como no poder ni siquiera comer por la calle, explica Juani. «Nunca lo he hecho, porque sentía que me miraban y pensaban que ‘ya está la gorda comiendo’», denuncia.

Lamenta, no obstante, que cuando ha relatado situaciones como estas, sus oyentes le quitaron hierro al relato al asegurarle que «únicamente son imaginaciones suyas». Estos momentos, sin embargo, son reales.

Juani trabaja como limpiadora. Cuando empezó en este empleo acudió a una tienda de uniformes a comprarse uno. Su sorpresa no llegó cuando observó que la tienda no tenía la talla que necesitaba, sino cuando al preguntar a la dependienta si hubiese en el almacén, esta le contestó que únicamente vendían medidas para «gente normal». Su cara palideció entonces, dio media vuelta y se marchó.

Lamentablemente, esta situación se ha repetido en numerosas ocasiones a lo largo de su vida. Para lo que muchos es un tiempo de ocio, ir a renovar el armario se convertía para Juani en una cita con sus demonios. Era joven y amaba (como hace ahora) el color. Sus medidas sin embargo hicieron que la juventud pasase de puntillas por su vida. «No tenía otra opción que vestir con ropa de señora mayor; imagínate, con 16 años y siendo una vieja», lamenta. «Ahora son otros tiempos, pero en mi época a las gordas nos martirizaban poniéndonos 50 años más», asegura.

En muchísimas ocasiones Juani canceló planes con sus amigos y familiares porque antes de salir se miraba en el espejo. «No me gustaba lo que veía, me quedaba en casa, sola, comiendo... Me amargaba a mí y a todo el mundo», indica. «Ahora me importa tres pimientos todo. Me arreglo, subo al escenario de mi casal, bailo...», indica. Incluso hace poco llegó a subir al Micalet. «Siempre tuve la obsesión de quedarme allí atascada...

Ahora el simple hecho de poder cruzar las piernas cuando se sienta es ahora todo un aliento. «Es una tontería, pero de verdad que me da la vida», reconoce.