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José Sanchis Sinisterra: "Habría que implementar lo que pudo haber sido el comunismo y no fue"

José Sanchis Sinisterra: "Habría que implementar lo que pudo haber sido el comunismo y no fue"

El dramaturgo, Premio Nacional de Teatroy creador de la sala Beckett y Nuevo Teatro Fronterizo, es uno de los referentes del teatro en España, aunque a él, apátrida y dimisionario declarado, le repelen los cajones nacionales. Cumple hoy 80 años y confiesa que siente prisa para evitar que algunos sueños queden dormidos.

Se declara cibernáufrago. El Retiro madrileño es su jardín particular y la envidia de amigos, que no lo encontrarán colgado de un teléfono móvil: otro resistente a esa dependencia moderna. Hace más de 50 años que dejó València en busca de estabilidad laboral y acabó en Barcelona, metido en el teatro hasta los tuétanos, fundando la sala Beckett y creando obras como ¡Ay Carmela! y El cerco de Leningrado. Es un referente del teatro contemporáneo y ahora, a sus 80 años, anda preocupado por el futuro del Nuevo Teatro Fronterizo, su última aventura, en Madrid, su destino final para no perderse a sus nietos. Cuando suena el teléfono para la conversación, está con el agua de las plantas de su terraza. Han sido su alivio durante el encierro. Evitemos la trascendencia, pide al empezar. Se guarda un as en la manga, por si acaso: el humor.

¿Tiene la impresión, de antes de la pandemia, de que este es uno de esos momentos de cambio de ciclo histórico?

Lunes, miércoles y viernes pienso que sí; martes, jueves y sábado, que no, y los domingos, no pienso nada. El futuro se ha convertido en un coágulo en el que no me atrevo a entrar. Los días buenos veo a esos colectivos con iniciativas de apoyo y los días malos veo a los estúpidos haciendo botellón y a los de la derecha boicoteando el estado de alarma. Esta sociedad ibérica, de clase media, burguesa, tiene una resiliencia negativa.

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El dramaturgo valenciano José Sanchís lee un pasaje de su obra de teatro 'Deja el amor de lado'

¿Negativa, por qué?

Porque de pronto se inclina hacia una determinada actitud positiva y al poco (me incluyo en ello) consideramos que hemos cumplido. Pero algo va a quedar de esta conciencia de que ellos somos nosotros, de un ser en común.

¿Al respecto de esa idea de coralidad, tiene una idea de qué poderes gobiernan el mundo?

Tengo cierta propensión al pensamiento conspiranoico y hay una élite capitalista que lleva tiempo estudiando qué partido va a sacar de esto. Llevo tiempo diciendo a los amigos: a ver cuándo nos reunimos para refundar el comunismo. Y ya toca. Dejando claro que lo que ocurrió en Rusia y Europa del Este no es comunismo, no tiene nada que ver con el verdadero Marx, y que nunca he pertenecido a ningún partido (en mi época de València me definía como marxista asilvestrado). Pero habría que implementar formas de convivencia y económicas que recogieran lo que pudo haber sido el comunismo y no fue.

¿Entonces, el autor de «El cerco de Leningrado» cree aún en alguna utopía?

Necesito creer que puede haber procesos que lleven a la construcción de un tejido social solidario, pero me conformo con descubrir luciérnagas.

¿A qué llama luciérnagas?

Didi-Huberman filosofa en Supervivencia de las luciérnagas sobre un texto en el que Passolini se queja de que no había luciérnagas en la Italia del desarrollismo y dice que hay que buscarlas en la oscuridad.

¿Y dónde ve ahora esas luciérnagas?

En esos maravillosos colectivos que recogen y reparten comida para los pobres o atienden ancianos. Yo descubrí en 2011 o así a un grupo que iba todas las tardes en Lavapiés a dar comida preparada por ellos a unos 180 indigentes mirándolos a los ojos. Me quedé colapsado ante algo tan bello, ante ese nido de luciérnagas. La pandemia ha provocado ahora que cierta gente no vinculada a la atención social se haya lanzado. Veremos lo que dura.

¿La sensación es que este mundo hiperglobalizado está hiperpoblado de olvidados?

Por la brutal desigualdad ante la acumulación de capitales. Todo son valores abstractos que burlan fronteras para acumularse en paraísos fiscales. El capitalismo está moviendo bien sus hilos.

¿Y la cultura está sabiendo responder y reflejar este extraño y convulso momento?

En general, sí. Hay gran capacidad adaptativa, pero para mí es un handicap la cultura producida online. Me muevo mal en el mundo tecnológico. Parte de esa cultura virtual para mí es una cultura en segundo grado, en embrión. Sé que no es así, pero soy animal de teatro y para mí es reunión, copresencia y frotamiento.

¿El teatro virtual es algo incompatible con esa idea?

En Nuevo Teatro Fronterizo estamos ahora con la estrategia más adecuada para el futuro. He planteado que reconvertir la actividad teatral en online no me interesa. Si ese va a ser el destino, yo me eclipso. La copresencia es fundamental.

El apoyo público a la cultura, ¿qué sabor le deja? ¿Es necesario o condiciona los proyectos?

Es necesario, aunque podemos empezar a trazar límites de qué llamamos cultura y qué, cachondeo. Determinadas manifestaciones culturales son tan importantes como la educación o cierto sector de la sanidad. Sin cultura, una sociedad se idiotece o se embrutece. Por eso las instituciones deben apoyar y garantizar la supervivencia de proyectos culturales, ponderando su rentabilidad y sus necesidades económicas.

El ministro de Cultura ha salido trasquilado en esta pandemia por la gente del sector. ¿Lo ha vivido de alguna manera?

Tuvo una metedura de pata bastante grave, pero entre los indignados que reclamaban que les salven la vida veía nombres que tienen varias residencias por ahí. Mucha gente de la cultura cree que se les ha de financiar por el mero hecho de ser lo que son. No obstante, no parece que haya una línea definida para observar que hay sectores culturales devastados.

Otro rasgo de este tiempo es la masificación y expansión de los bulos. ¿Es un triunfo del teatro en la plaza pública, porque el teatro es eso fingir?

En el teatro no engañamos a nadie, mientras que los fabricantes de fakes se arrogan el aura de visionarios salvapatrias para difundir como verdades bolas de mierda que lanzar a los adversarios y que nos salpiquen a todos.

Salió de València hace mucho: 1967. «Estaba muy instalado como profesor ayudante de Literatura en la facultad y dirigía el aula de teatro en la Universitat. Era una isla con muchos espías, pero recuerdo haber predicado marxismo impunemente en mis clases. Me sentía integrado, pero nació muy pronto mi primera hija y el sueldo de ayudante era una miseria». Opositó por compromiso familiar y con su entonces mujer (Magüi Mira). Sacó la cátedra en Teruel. Se fue con la idea del retorno a València, pero se fue desencantando del mundo universitario y le llegó la oferta para profesor del Institut de Teatre de Barcelona, «una peladilla», porque «Barcelona era lo más moderno y europeo de España, donde la izquierda tenía fuerza y un crisol cultural. Eso fue ya una ruptura con València». Allí funda el Teatro Fronterizo, para la experimentación dramática, que da pie años después a la sala Beckett. De esa etapa son algunas de sus obras más conocidas: Ñaque, La noche de Molly Bloom o ¡Ay Carmela! Pero durante muchos años compaginó la creación artística con las clases de Literatura. «Sigo estudiando. Ahora álgebra, para un texto sobre Evariste Galois, que creó la teoría de grupos».

¿No cree que ya va siendo hora por su parte de aburguesarse, de adaptarse a la comodidad?

Soy bastante burgués. Vivir en un ático encima del Retiro en Madrid se puede considerar una forma de vida burguesa, pero artísticamente tengo un problema con la institucionalidad y la jerarquía. Me he pasado media vida dimitiendo: en cuanto me dan un cargo me entra una extraña desazón. Creo que no me gusta el poder y la centralidad.

¿Significa dimitir también del éxito comercial?

No huyo en absoluto, pero he tenido la suerte de que no he tenido que vivir del teatro la mayor parte de mi vida. Por eso he podido escribir y hacer el teatro que me ha dado la gana, sin preocuparme de si va a tener éxito. Eso es un lujo. A partir de ahí he ido coleccionando éxitos y fracasos de forma bastante equitativa.

¿Pero la cultura para minorías es necesariamente mejor?

No tengo claro lo de las minorías. He escrito obras como experimento y se han representado en muchos países, cuando yo las pensaba para un marco muy específico. Lo contrario también pasa.

Madrid ha sido su último destino vital. «Me vine para no perderme a mis nietos y fui por libre bastante tiempo, estuve en Hispanoamérica mucho, hasta que tuve el mal momento de repetir la maniobra de Barcelona. Había hecho muchos talleres y sabía que había gente interesante en la dramaturgia. Un año después de ir de aquí para allá con papeles decidí buscar un local bajo el axioma, que ha resultado falso, de que la realidad crea realidad. Pensando que las instituciones reaccionarían». Y no. El Nuevo Teatro Fronterizo (conocido como la Corsetería, porque está en una antigua tienda de corsés en Lavapiés) resiste, pero no es el proyecto soñado.

Ha vivido muchos años y ha tenido salas en Barcelona y Madrid. ¿Entiende el desentendimiento de los últimos años?

Esta es una cuestión en la que me cuesta posicionarme, ya que me siento apátrida y no tengo -al menos conscientemente- ninguna glándula nacionalista. Ni siquiera me gusta que me digan autor español; en todo caso, latinoamericano, porque aquello tiene mucho que ver con nosotros y con los otros. En Barcelona apoyé a todos los autores catalanes cuando creé la sala Beckett (Lluïsa Cunillé, Sergi Belbel...), pero no me siento perteneciente a todo el movimiento nacionalista.

Dice Woody Allen que la lista de cosas de las que se arrepiente en la vida es tan larga que no cree que haya sitio para ninguna otra. ¿Usted se arrepiente de muchas cosas?

Buscaría otro término, porque soy ateo militante... Sí que hay unas cuantas cosas que quizá no debería haber hecho, pero tampoco veo tantos cadáveres a mis espaldas. A veces he pensado que debía haberme quedado en Barcelona, pero haber podido cultivar la relación con mis hijas, que hoy son mis mejores amigas, es una contraprestación suficientemente valiosa.

¿Cuando uno ronda los 80 años, piensa en la muerte?

Como la verbalizo mucho, las cosas al decirlas les confieres un cierto grado de realidad. No me veo en 2030 haciendo nada. Entre eso y la pandemia siento prisa por las cosas que me gustaría hacer: los dos textos que estoy escribiendo e incluso alguno inacabado y, sobre todo, me gustaría abrir en Madrid un espacio similar a la sala Beckett, donde autores, directores e intérpretes puedan realizarse sin depender de que las instituciones les den una limosna.

¿El Nuevo Teatro Fronterizo no ha conseguido ser eso?

No. Tenemos una gente estupenda y proyectamos una gran cantidad de textos. Hemos puesto a autores a escribir sobre temas que no salen, como inmigrantes o refugiados, para visibilizarlos, o la devastación del planeta por el capitalismo, la memoria histórica y ahora el exilio anónimo, los que no eran nadie en 1939.

La pregunta es de tesis doctoral, pero no me resisto: ¿qué sabor le dejan estos 40 años de democracia? Lo digo porque se observa hoy una pulsión revisionista, que no sé si es justa en tanto que pretende evaluar el pasado con ojos de hoy.

Es verdad eso. Una de las cosas que más me interesa en el trabajo de escritura es evitar el maniqueísmo, que los personajes enemigos de lo que uno cree y piensa sean también seres humanos, porque el teatro y la literatura comprometida han pecado de eso.

¿Y a grandes rasgos, qué sensación le deja la democracia?

Uno recuerda que tenía más expectativas, pero no hay ninguna razón para lamentar lo que ha ocurrido... Y ha generado una serie de instersticios por los cuales se puede seguir cambiando el mundo. No es un mal punto final, ¿no?

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