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El racismo visto de cerca

El racismo visto de cerca

Cuatro activistas (tres de ellos de orígenes migrantes y una afroespañola) describen para Levante-EMV la lucha contra el racismo en València. Un compromiso que, más allá de «hashtags» virales, necesita del reconocimiento de una desigualdad estructural de base por parte del Estado y de un triple frente de acción: el institucional, el mediático y la calle.

El asesinato de George Floyd ha despertado una gigantesca ola de indignación en todo el mundo. La lacra crónica del racismo ha vuelto a ser visible a los ojos de una opinión pública que ha mostrado su solidaridad sin traspasar la capa simbólica del hashtag reivindicativo, de la foto con fundido negro que tranquiliza conciencias, pero que no ataca la solución de un problema endémico, tan viejo como la propia Historia. Desde distintos ámbitos, Esther Mamadou, Carlos Soledad, Malika Ouchitachen y Eliman Nguirane describen el racismo no desde una exposición teórica, sino desde el conocimiento activo de haberlo padecido. Todos ellos analizan para Levante-EMV un fenómeno social que para ser erradicado, insisten, se deben cumplir dos premisas. Primero, el reconocimiento de que el racismo se sustenta desde de un base estructural de Estado y «una posición de poder eurocentrista, blanca y dominante» apoyada «desde el capitalismo, el machismo y el racismo». Y por otro lado, sostienen que la lucha global se singulariza desde la emancipación de los sectores de migrantes abandonaron la tutela de las ONG locales, una ruptura evolucionada desde 2016.

La valenciana Esther Mamadou, experta en migraciones forzadas, ha sido en los dos últimos años coordinadora del área legal del Equipo de Implementación del Decenio Afrodescendiente en España. Afirma que combate el racismo «por una cuestión de justicia social» y que se debe abordar «desde una manera integral, porque al final la violencia policial, la asignación del empleo o de la vivienda es la manifestación concreta de algo más global». Es decir, a partir de expresiones específicas de racismo, su planteamiento se eleva desde una perspectiva amplia que remonta su análisis «a los orígenes de la esclavitud, las relaciones económicas entre países del norte y del sur, los cánones de belleza o cómo se enseña la historia». «Todo se nos ha mostrado desde una perspectiva eurocentrista, con la sociedad europea blanca siempre en el centro, superior al resto de grupos étnicos», añade. Si no se logra reorientar el sustrato cultural de esa estructura de base, la erradicación del racismo será incompleta.

El mexicano Carlos Soledad, miembro de la campaña #RegularizaciónYa y de la Asamblea de Solidaridad con México, realizó una tesis hace diez años sobre el movimiento migrante en València. Basa su discurso desde la decolonialidad «que implica ser conscientes de un racismo estructural que proviene de más de cinco siglos de resistencia. Nos consideramos herederos de la lucha anticolonial desde nuestros países de origen». En València participa en el colectivo Resistencia Migrante, que surge en 2016 «desde que las comunidades de migrantes racializadas y de refugiados gitanos nos empezamos a organizar para llevar las riendas de la lucha antirracista». Desde el colectivo, «abrazamos la historicidad del racismo» como parte del «sistema mundo», que se divide en tres ejes: el capitalismo, el machismo y el racismo. «Ponemos en el centro la interseccionalidad de las luchas. No puedes cambiar el sistema en su vertiente económica si dejas de lado la parte patriarcal y la racista». Si bien considera el caso de Floyd «como la gota que derrama el vaso en Estados Unidos, al ser mediáticamente potente por los disturbios», recuerda que la gente «se levanta en todas partes contra un sistema que mantiene a los países ricos y blancos en la cúspide del poder». Es el sistema racista «de todos los días». «Es muy violento lo que ocurre en Europa, un continente que lleva la vanguardia del discurso del respeto a los derechos humanos. Tenemos el caso del asesinato de los 15 inmigrantes en el Tarajal, la ley de Extranjería o la situación de los jornaleros en Lleida, Almería o Huelva».

Eliman Nguirane, senegalés, graduado en Trabajo Social y activista en varias campañas, apunta de lleno al «racismo institucional» del que se deriva un «racismo social» que se nutre «del clasismo y el ignorantismo». Nguirane relata las contradicciones entre «las conferencias contra el racismo impartidas por la Policía Local desde el cambio de gobierno en València» y los controles constantes «para pedirnos la documentación en la estación del Norte, en la de autobuses o en las inmediaciones de la plaza del Ayuntamiento». «Hay que decirlo claro, la policía te para por ser negro, moro o sudaca», enfatiza. «Es muy visible, a pesar de que están prohibidos los controles policiales por perfil étnico. Estamos indefensos muchas veces, porque te pueden acusar de resistencia a la autoridad. Hay un daño psicológico, físico y económico. Algunas multas no se pueden pagar ni trabajando durante toda una vida. No todo el mundo es así, por supuesto. Pero como decimos en mi país: una patata podrida puede contaminar todo un saco», señala Eliman, que enumera varios ejemplos de racismo cuando acude a un comercio, dependiendo de si va o no acompañado de personas de raza blanca.

Empleada del hogar, miembro de la junta directiva de València Acull y con veinte años de residencia en la ciudad, la marroquí Malika Ouchitachen detalla que el racismo «lo vive quien lo vive y es una injusticia enorme». «Y hay muy pocos casos en los que quienes lo sufren no sean minorías, pobres o mujeres. A mí solo me han atacado estando sola. Nadie sale a defenderte, nadie se pone tus zapatos para saber hasta qué punto duele lo que te están diciendo», añade. Ouchitachen contempla el racismo como «un acto de cobardía porque se ataca la posición social». En este sentido, expone la diferencia con los hombres de negocios de Oriente Medio, nadie les insulta, ni les llama «terroristas». «A un saudí con el bolsillo lleno no se le cuestiona. Y da igual que se haya enriquecido con el dolor de su gente y venga con ese dinero a comprar armas». Del otro lado, «cuando quien viene ha escapado de su país por una injusticia, como un refugiado, o buscando la libertad, se levanta una sospecha. Así sucede con africanos, asiáticos, musulmanes y con algunas nacionalidades de Europa del Este. Tenemos el derecho a buscar que tengamos derechos».

¿Cómo se puede albergar una solución, tan utópica en el horizonte? «Todo parte de la sensibilización, es más necesaria que nunca porque vivimos en una época de bulos por los que campa libremente el discurso racista», afirma Nguirane. La difusión de etiquetas como #BlackLivesMatters, aunque respondan a un marketing social, es de ayuda: «Conocemos el coronavirus porque se habla de él. Lo mismo hay que hacer con el racismo. Hay que hablar de lo que nos pasa cada día. Es una lucha de todos». «La presencia en los medios es positiva porque visibiliza un problema, pero debe haber un reconocimiento del estado de que hay un problema estructural. De lo contrario, no sirve para mucho», sostiene Mamadou. «Hay que cambiarlo todo, desde la manera de enfocar la educación a las políticas migratorias y las relaciones internacionales. Si se visibiliza la existencia del racismo, te abre la puerta a debatir sobre el reconocimiento de un sistema que beneficia más a unas personas que a otras, solo por el color de su piel». En esa transformación, Mamadou señala algunas «injusticias vigentes», como que se hable de la llegada de Colón a América «como un descubrimiento y que se celebren genocidios como una festividad». Enseñar la historia también desde la perspectiva de las personas que fueron oprimidas lo ve como «una quimera» por el efecto de la White Fragility narrada por la escritora Robin DiAngelo: «Ese tema se deja de poner en la mesa cuando la sociedad que se beneficia de esa desigualdad se siente atacada en sus privilegios».

Ouchitachen aprecia signos de convivencia normalizada en la multiculturalidad étnica de Orriols, su barrio, que define como «la belleza de un gran huerto con todo tipo de hortalizas y flores distintas». Una realidad que no es completa y para la que hacen falta «sensibilización, leyes y un trabajo integral que empieza desde las escuelas. A los niños no les molesta la mezcla de razas, hasta les divierte la diversidad. El rechazo solo viene porque le ha calado el discurso de un padre. La diversidad enriquece la cultura y la convivencia. En España a veces hasta se olvida la emigración interna. ¿Cuánta gente muere en la misma casa, en el mismo barrio o en la misma ciudad en la que nace?».

Para Soledad, la solución parte de la «frontera educacional que nos insertan desde niños, haciéndonos creer que el desconocido es el extraño, y al que se le debe gestionar con represión». Para cambiar esa percepción hay que actuar en un triple frente: el institucional, el mediático y la calle. «Cuando hay cambios en las decisiones del estado, es porque la sociedad ya ha sobrepasado al estado, ya hay una demanda consciente de que se está viviendo una situación injusta sobre los derechos humanos. Y estalla. Estalla con un hashtag, estalla con la muerte de un compañero, pero en realidad ya es algo que viene latiendo de antes. Y con esa presión intentamos cambiar la ley, o por lo menos la atmósfera, porque sabemos que las leyes son como las serpientes, solo muerden a los descalzos».

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