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Wellber se saca la espina

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Omer Meir Wellber se reivindicó ante un gran sector del público del Palau de les Arts, al conducir con sensibilidad la que es, posiblemente, la ópera más popular de Tchaikovski, buscando evanescencias gráciles a una sensitiva orquesta que pudo darlas con prodigalidad desde el preludio, pasando por el dúo de Filippievna o Tatiana, el funesto presagio, muy bien fraseado por los cellos, antes del aria de Lensky, o las sutilezas de las maderas en el dúo final de los dos protagonistas. Wellber fue diverso haciendo en el tiempo, casi siempre ágil y diáfano de texturas, percibir al público propósitos cercanos al talante aciago que configurará la Patética, frente a efusiones eróticas como en el vals del dúo de Lensky y Olga del primer acto, acentos eslavos en las muchas citas del folclore popular que presenta la partitura y, como no podía ser de otro modo, un incremento del voltaje ("marca de la casa") en algunas ocasiones, como el vals del inicio del segundo acto, la popular polonesa o los algo desaforados acordes conclusivos de la obra. Con todo, el mérito es incuestionable y nos hizo percibir un director con posibilidades ciertas.

Las voces todas jóvenes, muchas ya conocidas en el escenario valenciano, sin ser excepcional ninguna sirvieron muy bien los papeles. Irina Mataeva de radiante lirismo cristalino, encarnó a una Tatiana de tierno apasionamiento que suplió la deseable mayor entidad vocal en el último acto con una seductora y mundana presencia escénica. Margarita Nekrasova descendió con potestad a las abisales simas del papel de la vieja aya y Lena Belkina hizo creíble su papel con una dicción sensual aunque con poca presencia en la emisión de una voz no intensa pero sí hermosa. Artur Ruciski de extensa, bien timbrada y uniforme materia baritonal, hizo un Onegin con carácter y expresión intensa, aunque debería buscar más la inflexión, que le permitiera dotar a su personaje de esa abulia cínica que lo caracteriza, algo que hizo muy bien Dimitri Korchak que dio una emotiva lección de legato y fraseo, singularmente en la melancólica aria Kuda KudaÉ que nos hizo olvidar que su voz no es de excepcional calidad. Gunter Groissböck de imperativos medios centrales, ofreció un Gremin rotundo de carácter, aunque más bien wagneriano, frente a la humanidad que debe destilar el personaje.

El coro, fue exquisito en su única intervención en el primer acto (se suprimió el de la siega), y muy preciso en la compleja fuga del tercero. Perales recibió justificados aplausos por la sensibilidad y precisión métrica de su labor.

Muy simbolista el montaje, de depurada simplicidad, con la presencia perpetua de un escultórico mimo, que era el encarnación del espíritu de Onegin y también podía serlo del ominosofatum tchaikovskiano. A destacar el decorado del primer acto, con los esqueléticos troncos de álamos en el fondo que concedieron al paisaje la aciaga panorámica que el argumento demanda. Fue extravagante la danza espectral (¿) a los acordes de la polonesa y eso sí, elogiable la situación escénica y la dicción de los personajes.

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