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Flora rupícola: Horacio y Marcelo

El arte es una flor de roca: que requiere viento áspero y terreno duro» escribía Alejandro Dumas hijo

Es una buena definición: el buen arte es aquel que crece en la grieta de una piedra, como el aromo florido de Atahualpa Yupanqui. Nunca nada nace de la facilidad y la ramplonería; el arte es fruto del esfuerzo, del crecimiento lento, de la poda, de la decantación.

El arte es una voz en primera persona y encontrar la mirada propia es un largo camino de esfuerzo y a veces sufrimiento. En este sentido, creo que la obra de Marcelo Fuentes y Horacio Silva reúne esta esencia de la «flora rupícola»: la perseverancia por mantenerse fieles a un estilo, y el cultivo de la mirada. Estos días se exponen sus obras en el Museo del Carmen, en dos excepcionales exposiciones. Marcelo enseña sus cuadros de pequeño formato, visiones arquitectónicas, que son auténticos bodegones morandianos. Evidentemente, lo que allí se nos muestra son edificios, pero transubstanciados de tal modo que tienen alma y vida, y tras todos ellos se encuentra el artista.

Los óleos y grabados de Marcelo Fuentes son excepcionales y deberían ser mucho más conocidos por el público. Nadie como él es capaz de decir tanto con tan poco, y cuanto más pequeño es aquel grabado, más poderoso e íntimo resulta, en un sorprendente juego de equilibrios.

En cambio, Horacio Silva trabaja el gran formato, y en su exposición ha llegado a la cumbre (o al menos así me lo parece) de su arte. Durante una estancia en China, fotografió a una joven vestida de manera tradicional, y sobre esa imagen que tanto lo impresionó ha desarrollado un verdadero icono artístico. El espectador desconoce los motivos sentimentales que dieron lugar a esa imagen, que de pronto se ha transformado en una fuerza motriz de su arte.

Me lo explicaba en una entrevista publicada en Estudios de arte (Fundación Bancaja): «En una de estas excursiones [por Pekín] encontramos un local absolutamente mágico, con la fachada policromada, con unos jardines impresionantes... Entramos y nos hartamos de hacer fotografías. Todo era singular, perfecto. En la entrada había dos jóvenes, más bien dos niñas, con una cara angelical. Le dije a una de ellas si la podía fotografiar, y me contestó que sí con un movimiento de cabeza, y de repente se puso el sombrero para la fotografía y posó... ¡Aquella escena me impresionó! ¡Se me ha quedado grabada en la memoria!».

El arte es fruto de estos instantes y en esta exposición aquella imagen de la niña china alcanza cuotas impensables de emoción y fuerza. Pero tras todo ello hay años y años creciendo en la grieta de una piedra, buscando precisamente ese momento. El momento en el que el arte estalla y florece con una increíble energía y belleza.

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