Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Miguel Catalán: Un pensador y un amigo

Tribuna

Miguel Catalán: Un pensador y un amigo

Me resulta difícil un día como hoy hablar de Miguel Catalán. Puedo decir que mi país pierde una buena cabeza, pero yo pierdo un amigo, un confidente, un compañero de viajes. Y un referente. Nuestra sociedad pierde uno de esos pensadores que ha trabajado con humildad y en silencio los últimos treinta años, pero es muy de València olvidarse de lo que no es centro, precisamente cuando nosotros somos periferia. De Miguel se podían decir muchas cosas buenas pero sobre todo destacaba, y me cuesta escribir en pasado, por su lucidez intelectual y su ambición filosófica, fuera de los cenáculos académicos y los círculos de envidias universitarias. Nunca nos tuvimos envidia, aunque Miguel era digno de ella, y siempre nos respetamos, y por eso, nos llevamos muy bien durante muchos años.

Su gran proyecto abarcaba doce volúmenes bajo el título de Pseudología. En él pretendía incluir las muchas formas de mentira que los humanos hemos utilizado a lo largo de la historia. Cuestiones como falsación y autoengaño lo habían obsesionado en las dos últimas décadas. Fue en Polonia en 2003 cuando me habló de ello la primera vez. Había terminado el primer volumen, un grueso volumen que se llamaba Antropología de la mentira. A mí me sonaba a fantasía en aquel entonces que pudiera escribir los doce libros, pero sobre todo me pareció un proyecto irrealizable muchos años después, cuando me detalló su enfermedad al salir de una operación de riñón. Hasta el final confió en curarse y quizás esa esperanza le condujo a escribir en los últimos años a un ritmo insuperable. Consiguió terminar diez títulos, el último La alianza del trono y el altar, en donde atacaba la mentira de la religión y la propaganda desde el púlpito. Intentó publicar todo lo que había hecho hasta entonces, porque sabía que el tiempo se acababa: desde la novela titulada Perdedosi, muy lograda por cierto, en donde relataba los recuerdos de su desigual e injusta infancia, hasta el último libro de cuentos, El espía cordial, que me regaló el jueves pasado, en su casa, cuando no imaginaba lo que iba a pasar. Su afición a los libros extraños le hizo ingeniar títulos como El manuscrit cremat, un libro con todas sus páginas en negro, porque se había quemado, o el Diccionario lacónico que antes del verano me había regalado en una de las visitas a su casa.

Con Miguel Catalán he vivido multitud de anécdotas. Era un hombre distraído, capaz de perderlo todo en los aeropuertos, pero despierto ante la realidad, un gran observador de la mezquindad humana, de los detalles que guardaba en su memoria con tiento y esmero, cuestiones que me siento afortunado de haber conocido muchas veces como confidencia. Recuerdo que en alguna cena en Rumanía yo presumía de que mi amigo tenía la misma agente literaria que García Márquez y Vargas Llosa, lo cual hacía enmudecer a muchos colegas de reunión y provocaba una evidente admiración. Como digo, se pierde un gran pensador y yo pierdo un amigo, de esos que cuando van mal las cosas, tiene un momento para coger el teléfono y marcar tu número.

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.