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Diga qué le debo

Impresiona comprobar que hay canciones que reflejan la realidad actual, por muchos años que lleven escritas, en asuntos tan simples como salir a comer y tomar una copa después. Ahí tienen el tango «Cambalache», versión Serrat, y su agria pero acertada visión del siglo XX, que puso la banda sonora al vanguardista menú asiático de mi primera salida post confinamiento. Un fabuloso banquete manchado por la visión de los velludísimos sobacos de dos hombres en camiseta de tirantes, bañador y chanclas que comían a mi vera. Un atropello a la razón que convendría solucionar requiriendo cierta modestia en el vestir y un comportamiento menos escandaloso a la hora de alimentar apetencias que pasan por ir en pareja al baño. Después de eso, todavía vi llorar la Biblia junto al calefón cuando la camarera me ofreció el vino como si me lo fuera a echar en un pozal. Criatura, un poco más de miramiento, que me cobras veinticinco euros por la botella.

En la canción «Diga que le debo», de Siniestro Total, el cliente acaba desatando el apocalipsis en el bar porque el dueño no le hace puñetero caso ni para cobrar. Presa de la misma incomunicación me sentí yo cuando, después de pasar treinta minutos contando catamaranes, pregunté por el destino de mi copa. Me dijeron que no me la ponían porque no tenían hielo. Pensaba yo que en un refinado establecimiento de La Marina la atención sería acorde con los precios, pero ya ven que no.

En su copla «¡Caray!» Gabinete Caligari sentenciaba que ya no hay clase ni personalidad. Yo les digo que ni a un lado ni a otro de la barra, en un sector que se llena la boca con la dichosa excelencia. Añoro un comportamiento más exigente por parte del cliente, tener menos tragaderas aún a riesgo de parecer un soberbio o un esnob. Se acabó lo de pagar sin rechistar. Exigir, dentro de los límites de la educación y el respeto, ayuda a mejorar. Como aquella vez que casi me quedo sin tomar mi Campari porque el presunto barman no sabía cómo se preparaba. Que si no me daba igual tomarme una cerveza. Tete. Con todo su morro. En uno de esos restaurantes de la Malva-rosa que se supone son gloriosa bandera de representación de la hostelería valenciana ante los turistas. Tuve que convencerle de que no se trataba de uno de esos complicados cócteles de colorines inventado para bloquear a un trabajador durante veinte minutos y pedí que bajara la botella de bíter de la estantería. Que tú tienes un bar y una botella, y yo tengo dinero y ganas de beber. Vertí una cantidad de licor en una copa con cubos de hielo y la acabé de llenar con agua de bolitas (pedir soda ya me parecía insultante) con un mínimo de arte y cuidado. Ocurría todo bajo la estupefacta presencia de su jefe, que me miraba como si le estuviera ofreciendo al gachó una bolsa con polvo de ángel. Y eso sí que no, porque apenas era mediodía y servidor aún tiene miramientos.

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