David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
Un incombustible Bisbal en el estadio del Levante UD
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
Un incombustible Bisbal en el estadio del Levante UD
Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
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Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
Un incombustible Bisbal en el estadio del Levante UD
Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
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Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
Un incombustible Bisbal en el estadio del Levante UD
Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
Un incombustible Bisbal en el estadio del Levante UD
Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
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Fernando Ruiz
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.
David Bisbal es el ejemplar número cero de una súper raza de artistas, una especie invasora creada en un laboratorio televisivo hace ahora justo 20 años. El primero y el más perfecto de todos ellos, porque sabido es que la raza degenera. Se preguntaba maliciosamente Bunbury en aquella época que, después de dejar claro que dominaban el karaoke habría que ver a dónde llegaban realmente estos pollos y la importancia que iban a cobrar en el panorama musical. Pues ya ve, don Enrique, hasta el infinito y más allá. Y no solo en el plano artístico. Esta gente se convirtió en la herramienta para un cambio de paradigma del negocio. Se estableció un modelo en el que la tele fabricaba a los ídolos, editaba sus discos, organizaba sus conciertos y, monopolizando la oferta mediante una exposición masiva que en ocasiones llegaba hasta el sensacionalismo de explotar la relación sentimental, nos decía a quién teníamos que escuchar y qué discos teníamos que comprar. Y a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, el público convirtió en aristocracia a un puñado de jovencitos con más o menos talento que, diez años antes, sin el apoyo masivo de la industria y los medios de comunicación afines a ella o de su propiedad, no hubieran pasado de militar en la honrosa clase proletaria de los cantantes de orquesta de verbena. No todos lo han petado, obviamente. Es ley que sólo los más adaptados sobrevivan.