Fue uno de esos conciertos en los que, desde que suena el primer acorde, no puedes dejar de pensar estúpidamente en que ya se está terminando. En que, cada minuto que pasa, te acerca más al final. León Benavente ofrecieron el viernes en Viveros la actuación del año. Al menos para mí que, sin ser fan suyo, acabé sucumbiendo a su rock contundente, moderno, agresivo y perturbador. Una música que, con sus textos inteligentes y su actitud desgarradora, es capaz de trastornar la conciencia a niveles tan profundos que rozan la sordidez. No son pocos los que consideran a Abraham Boba una especie de chamán telépata con la capacidad de relatar de manera descarnada los miedos, las agitaciones y las obsesiones que una generación entera lleva en su cabeza, pero que no tiene el valor de asumir, expresar o gestionar. Cuarentones que se asombran de aparecer obscenamente expuestos emocionalmente, retratados sentimentalmente en situaciones cotidianas e interioridades que solían ser un secreto entre ellos y sus terapeutas.

Sobre el escenario, cuatro tipos convulsionando como simios y rugiendo como leones, a tan sólo unos metros de donde València tuvo su zoológico una vez. Músicos enormes y curtidos, con afición por los ochentas más alternativos, el after punk y el kraut setentero. Alternando instrumentos en un equilibrio alucinante entre lo analógico y lo electrónico. Facturando un rock rítmico y electrizante, con pegada, melódico. Elegante y peligroso, como un cóctel molotov en una botella de Bollinger. Cerebral pero divertido, si te atreves a dejarte llevar en una ceremonia que puede ser oscura e incómoda, como avanzaban Sun Ra, Kraftwerk o Flavien Berger en la previa.

Arrancó la catarsis con “Cuatro monos” y una sencilla puesta en escena en la que únicamente destacaba una tremendista iluminación. Sexys e impecables, atacaron “Mano de santo” y “Estado provisional” antes de interpretar una soberbia y mercurial “La Ribera”. “Celebración” sonó machacona y cortante justo antes de “Ánimo, valiente”, con los asistentes cantando emocionados, tal y como pidió el vocalista. Después, “Niño futuro”, homenaje al fallecido compositor Rafael Berrio, una auténtica barbaridad declamada por Boba, libro en mano. Una inquietante letanía protagonizada por una serie de personajes que bien podían haber salido del infierno ante la llamada del teclista. Limpió el ambiente “Ayer salí”, pluscuamperfecta en su prepandemicidad.

La conciencia política de la banda se dejó ver en sus letras, sin panfletos ni consignas, pero repletas de carga ideológica. De sentimientos derivados de un sistema social y económico que arroja consecuencias como la anomia, la desesperación, la depresión, la ansiedad, las relaciones disfuncionales, la duda y el dolor existencial. Y la disyuntiva de huir de una vida, de un trabajo, de una familia, de los demás, al fin y al cabo; o de continuar con todo ello para morir matando. Tocaron “Tipo D”, magistralmente corrosiva, con Boba pateando el teclado con furia de crítica social, que se tornó rabia violenta en la feroz interpretación de “Disparando a los caballos”. Por ese camino siguió la muy bailable “Aún no ha salido el sol”, con la peña luchando por mantener la compostura pese a la generosa dosis de funk nuevaolero.

La pasión ruidista cotizaba al alza en la recta final del concierto, los ánimos del personal se caldearon definitivamente en “Gloria”, frenética y vitriólica, con un mensaje que es un chute de energía oscura; igual que sucede en “La canción del daño”, otro regalo envenenado. Tras un breve receso llegó el punk saturado, restallante y crudo de “La palabra”. Para finalizar, “Ser brigada”, la espectacular narración de una abrasadora historia de amor, maravillosa y agotadora, que planeó sobre las cabezas de los asistentes repartiendo angustia, cólera, nostalgia y pena. Evocaciones de otras tantas y diferentes emociones, que es lo que consiguen las canciones que se convierten en himno, aunque sea de los pequeños reinos interiores de cada uno cuando las hace suyas.