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Max Aub y València, historia de un desencanto

Una nueva edición de «La gallina ciega» recupera el decepcionante regreso del escritor a su ciudad en 1969 tras tres décadas de exilio

Max Aub desciende del avión en el aeropuerto barcelonés de El Prat el 23 de agosto de 1969. | FUND. MAX AUB

Cuando el 30 de agosto de 1969, después de tres décadas en el exilio, Max Aub regresó a València, comprobó que aquella ya no era su ciudad. «En el viaje del aeropuerto a casa no he reconocido nada como no sea la Gran Vía», escribió en ‘La gallina ciega’, el diario-novela donde el autor contó su primera visita a la España franquista (volvería a hacerlo dos años después, poco antes de su muerte) y que acaba de publicar la editorial Renacimiento.

Max Aub y València, historia de un desencanto

«Desvían el río. Anchas calles, bloques, avenidas. Como si Valencia fuese Guadalajara, Barcelona, Londres, París; un poco menos pero no tanto». El desencuentro entre Max Aub y la ciudad fue absoluto.

«Esta que fue mi ciudad ya no lo es, fue otra -escribe también en ‘La gallina ciega’-. Esta de ahora, tan parecida a otras, está bien, en excelente estado de conservación para la gente de hoy que se acomoda a ella igual que la de antes a lo que tenía, como es natural. Han tumbado sin respeto ni remedio; abierto avenidas, hecho surgir fuentes, desviado el río. La gente está feliz y orgullosa de tanta novedad (…) No echan de menos el tiempo pasado, entre otras cosas porque efectivamente el relativamente poco pasado fue peor».

Durante varias semanas Aub compagina encuentros y comidas con antiguas amistades y familiares a los que no conocía con largos paseos por una ciudad cuyas calles «no las reconocen ni las suelas de mis zapatos». «Donde hubo solares hay casas, y, al revés, donde se levantaban edificios ahora bullen calles». Encuentra las playas cochinas y se queja del abandono del Cabanyal, la Malvarrosa y el Saler; la Plaza de la Reina le parece «ahora un solar perpetuo»; le da «pena y grima» el Museo de la Cerámica que se ha instalado en el Palacio del Marqués de Dos Aguas y considera «indigno» para el Museo de Bellas Artes su traslado del Patriarca al San Pío V. «¡Tan hermoso por fuera y tan horrendo por dentro! ¿A quién se le ocurriría traer aquí el museo? A ese sí: fusilarlo».

Pero, ¿por qué esta decepción, este desarraigo? El valenciano Manuel Aznar, catedrático de Literatura Española en la Universitat Autónoma de Barcelona y responsable de esta edición de ‘La gallina ciega’, lo tiene claro. La indignación, mucho más que urbanística, es social, cultural y, sobre todo, histórica. «Él, que viaja con la dignidad de la memoria republicana en el equipaje, que se siente representante de una España exiliada y democrática que no pudo ser, va de decepción en decepción. Se encuentra con una València despolitizada, como toda la sociedad española. Una València donde se ha borrado la memoria de la República y la guerra civil».

«He venido, no he vuelto»

Max Aub nació en París en 1903. Su padre, Friedrich Aub, era un viajante de comercio de origen alemán, y su madre, Susana Mohrenwitz, era francesa, de origen judío alemán. Cuando Max tenía 13 años la familia se instaló en València, en la calle de la Reina. Desde entonces Max siempre se consideró valenciano. «Uno es de donde estudió el Bachillerato», escribió. Él lo hizo en el Luis Vives. En València intimó con los hermanos José, Alejandro y Ángel Gaos, con Manuel Zapater, Fernando Dicenta, Juan Gil-Albert o Juan Chabás.

Viajante de comercio como su padre pero con una indudable vocación literaria, en la década de los 20 Aub se adentró en el teatro vanguardista y al inicio de la Guerra Civil fue enviado como diplomático a la legación española en París, desde donde gestionó la compra del ‘Guernica’ de Picasso. Regresó a España, colaboró con André Malraux en la realización de la película ‘Sierra de Teruel’ y en enero de 1939 marchó al exilio. No regresó hasta 1969. El gobierno franquista le concedió tres meses para preparar sobre el terreno una biografía con Luis Buñuel. Visitó principalmente Barcelona, Madrid y València, y de lo que vio y vivió surgió ‘La gallina ciega’.

«Cuando pone el pie en España lo dejó claro: ‘he venido, no he vuelto’», recuerda Manuel Aznar, quien también recuerda las palabras del dramaturgo valenciano José Monleón, quien acompañó al escritor en su visita a València, Aub «vino a cerciorarse de que era imposible volver».

Tal como apunta Aznar, al autor le duelen, sobre todo, los estragos causados por treinta años de franquismo sobre sus viejos amigos. En la noche del 6 de septiembre, paseando con Fernando Dicenta de Vera, el académico le comenta que había comprado en casa de un chamarilero una pintura de Obiols que Aub tenía en el recibidor de su antigua casa en València. «Ni siquiera se le ocurre (...) preguntarme: ¿Lo quieres? Nada. Tranquilamente sigue hablando de otra cosa como si fuese lo natural», apunta en ‘La gallina ciega’. Y de Manolo Zapater, registrador de la propiedad, antiguo admirador de Azaña, escribe que «hoy, pasados por el tamiz del franquismo, se asustan de lo que llaman ‘la libertad de las costumbres’. ¿Qué libertad? ¿Qué costumbres?».

Pero sobre todo es significativo su encuentro con el poeta Juan Gil-Albert, amigo íntimo de juventud, republicano como él pero que ahora está agradecido porque «se han acordado de él» para recitar unos poemas «aquellos que despreciábamos tan cordialmente: los del Círculo de Bellas Artes, el Ateneo; Lo Rat Penat...». Y el «pobre Juanito» (como le llama Aub), le contesta: «Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar aquí aplastado?».

Encuentros como estos, tal como señala Aznar, le sirven a Aub para «reafirmarse en que lo que quiere es volverse, que no tiene ya nada que ver con la València, y con la España, de la que tuvo que marcharse 30 años atrás».

Si los viejos amigos le decepcionan, no lo hacen menos los jóvenes con los que se encuentra, a los que recrimina -de manera bastante injusta, como señala el editor-, su escasa movilización contra el franquismo. «Lo verdaderamente inaudito es el desconocimiento que tiene la actual generación, por llamarla de alguna manera (...) de lo que pudo ser la nuestra», escribe amargado en el diario. «Ninguno me preguntó nunca nada acerca de la guerra civil», apunta también.

Ni preguntan por la guerra civil ni, tal como comprueba tanto en València como en Barcelona, preguntan tampoco por él. «Estoy en Valencia, en una librería de Valencia; nadie sabe quién soy», lamenta.

«El encontronazo de Max Aub con València fue más brutal de lo que había previsto -confirma Aznar-. Está enfermo y está viviendo la tragedia de la mayoría de los exiliados: comprobar que Franco los está enterrando. Él tenía ganas de volver, mantiene amigos en Madrid, Barcelona y València. Se da el gusto de volver a ver la casa que el incautaron en Almirante Cadarso, de recuperar los libros que están en la universidad, de reencontrarse con sus raíces... Pero viene con prevención, con recelo, sabiendo lo que se va a encontrar. Y aun así, la realidad le desborda».

«Todo tiene evidentemente cincuenta años más, medio siglo, como yo. Yo no; lo veo con los ojos de entonces», reconoce Aub. Sí, quizá el problema también es él. En una amarga conversación que mantiene con uno de sus sobrinos, el joven le recrimina. «No puedes ver Valencia como es porque se te representa como fue».

Max Aub llegó a València cuando tenía 11 años. La familia fija su residencia en la Avenida del Puerto, y posteriormente en la calle la Reina . Más tarde en la calle Garrigues, hasta 1926, y por último en la calle Almirante Cadarso, 13.

La primera edición de «La gallina ciega» se publicó en México en 1970 y no fue hasta 1995 cuando Alba la publica por primera vez en España, con la edición también a cargo de Manuel Aznar, que es el responsable de la nueva edición en Renacimiento.

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