Hoy hace diez años, cuatro aviones cambiaron el mundo tal como lo conocíamos hasta entonces. Dos se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, que en pocas horas se desplomaron ante los ojos atónitos de millones de televidentes. El tercero impactó contra el símbolo del poder militar estadounidense, el impenetrable Pentágono. Un cuarto aparato secuestrado también por terroristas suicidas de Al Qaeda no llegó a alcanzar su objetivo, fuese cual fuese, porque cayó a tierra cerca de Pittsburg. Nueva York llora todavía a sus 2.753 muertos y los médicos forenses aún intentan identificar a unas 1.100 personas. Del lugar de los atentados se recolectaron 21.817 fragmentos óseos. El total de muertos entre los dos ataques y los pasajeros de los tres aviones ascendió a 2.973 personas. Se registraron alrededor de seis mil heridos y hay hasta la fecha veinticuatro desaparecidos.

Esa mañana del 11 de septiembre de 2001, los estadounidenses, y con ellos millones de personas en todo el mundo, descubrieron que no eran tan invulnerables como creían. El zarpazo del terrorismo —en este caso islamista radical— abrió una herida que aún hoy no se ha cerrado y que provocó cambios profundos en el concepto geoestratégico y económico del mundo, marcados por una seña de identidad: el miedo. El presidente de Estados Unidos, tan perplejo como la mayoría de sus conciudadanos, respondió con lo que vino en llamar «guerra contra el terror», un concepto de acción militar que parece haber desterrado los conflictos bélicos a la vieja usanza. El enemigo no es ahora un ejército regular en batallas abiertas, sino que está agazapado, escondido entre la población civil. Y ello se ha traducido en las intervenciones en Afganistán e Irak, que aún no se han resuelto y han tenido un elevadísimo costo en vidas porque tras aplastar a los regímenes gobernantes, las tropas se han visto involucradas en una auténtica guerra de guerrillas para las que no estaban preparadas. Por otra parte, la escasez de recursos humanos y otras consideraciones políticas, han derivado en una «privatización» de la guerra, donde mercenarios de compañías privadas contratadas por el Gobierno han sustituído a las tropas regulares en numerosas funciones.

Seguridad antes que libertad

Además, ha supuesto un sacrificio de las libertades civiles en aras de una supuesta mayor seguridad. El Acta Patriótica en EE UU dio poderes casi ilimitados a las autoridades para actuar incluso sin permiso judicial bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, sepultando algunos de los valores que mejor representaban a las sociedades democráticas occidentales. Nació la infamia de Guantánamo, la CIA secuestró y retuvo a presuntos terroristas, sin cargos de ningún tipo, en cárceles secretas… Después del 11-S se multiplicaron los ataques. En Bali murieron 202 personas en octubre de 2003 tras la explosión de bombas en dos discotecas. Un año después detonaron explosivos en Estambul, con un saldo de 61 muertos. En marzo de 2004 estallaron bombas en los trenes de cercanías de Madrid: 191 muertos. Un año más tarde los atentados suicidas en el metro de Londres dejaron 56 muertos. Las restricciones y controles en los vuelos y otros medios de transporte han terminado por extenderse a casi todos los países, incluida Europa.

El miedo impregna desde entonces la acción política estadounidense y, por ende, la del resto de países. Ese miedo se tradujo en un primer momento en un aumento de los recelos y un distanciamiento hacia los musulmanes, que pasaron a ser vistos como la mayor amenaza para la supervivencia de los países occidentales, sin distingos de ninguna clase. Y que ha sido aprovechado por otros Estados, como Rusia, para sus particulares cuitas internas, como la lucha contra los separatistas en Chechenia. El musulmán pasó a convertirse en el enemigo universal pero las alianzas con países islámicos resultaban —y aún lo son— imprescindibles para la estabilidad mundial por una razón fundamental: el petróleo. De hecho, Arabia Saudí, sospechosa de financiar precisamente a todos los movimientos islámicos más integristas, y patria de Ben Laden, sigue siendo un firme aliado. La muerte del líder de Al Qaeda en Pakistán a manos de comandos estadounidenses y las revueltas de la llamada primavera árabe pueden representar, diez años después, una ocasión de oro para reconstruir esas relaciones.

Pero los ataques no sólo tuvieron un impacto geopolítico. Lo tuvieron también económico, y éste se presenta incluso como más profundo y peligroso para el liderazgo internacional de Estados Unidos y Europa. El premio Nobel Joseph Stiglitz afirma que el «crash» financiero que estalló por las «subprime» se debió, al menos en parte, al coste de la guerra contra el terror. En un artículo publicado en 2010 junto con la economista Linda Bilmes, estiman que las consecuencias de esa guerra, sobre todo el alza del precio del petróleo, consumieron ingentes cantidades de recursos públicos que podrían haberse dedicado al desarrollo económico. Tras los atentados, en pocos años, el Departamento de Defensa pasó de representar el 16% de los gastos presupuestarios al 20%. Durante la Administración Bush, la combinación de unas guerras sin suficiente financiación y reducciones de impuestos incrementó la deuda pública, antes incluso de que las medidas puestas en práctica después de 2007 para luchar contra la crisis económica y financiera y relanzar la actividad agravaran aún más la situación presupuestaria.

Un nuevo orden

Este marasmo en el que se encuentra sumido Estados Unidos ha arrastrado finalmente a Europa. Ambos afrontan una crisis sin precedentes, que tiene un mismo núcleo: el problema de la deuda. Su incapacidad por ahora para hacer frente a esta crisis está acelerando el desplazamiento del eje del liderazgo hacia Asia, y más en concreto hacia China, que se ha convertido en el «banquero» de las potencias occidentales y empieza a ejercer sus derechos y hacer valer sus poderes también en el ámbito político global. Hoy, diez años después de aquel 11-S de 2001, nos dirigimos hacia un nuevo orden mundial.

Afganistán, la oportunidad perdida

Las tropas internacionales han empezado a retirarse de Afganistán una década después de que el 11-S marcara el inicio de su intervención, que buscaba acabar con Osama Ben Laden y los talibanes, pero que deja una sensación de oportunidad perdida. Diversas fuentes consultadas coinciden en que estos diez años han tenido un impacto positivo en aspectos como la mejora de los transportes y comunicaciones, el acceso masivo a la educación o la consolidación del Gobierno central y las fuerzas de seguridad.

«Hoy mi mujer trabaja como maestra y mis dos hijas estudian una carrera, algo impensable hace sólo diez años», reconoce el general retirado y exviceministro de Interior Abdul Hadi, quien añade que «antes Afganistán era una nación aislada y olvidada, ahora ya no». «Casi nadie quiere volver a la situación de hace una década —afirma el analista Fabrizio Foschini—, pero tampoco acaban de ver los beneficios que esperaban de los diez años de presencia internacional y además ahora temen ser abandonados otra vez».

Muchos afganos esperaban que la ansiada democracia trajera paz y prosperidad al país, pero vieron desvanecido su sueño por la incapacidad de las autoridades afganas y de la comunidad internacional de crear un Gobierno al servicio de los ciudadanos.

«La democracia ha adquirido muy mala fama y para muchos se ha convertido en sinónimo de robo, corrupción y abuso de poder», afirma Hadi. «Han querido crear una democracia sin demócratas, sin tener en cuenta al pueblo», subraya el exministro de Interior. Pau Miranda kabul/efe