Cuanto más uso las palabras, más convencido estoy de que no puedo explicarlo todo con ellas. Por mucho que me esfuerce no todo lo que siento lo puedo traducir al lenguaje.

Muchas veces emitimos sonidos, hacemos gestos, dejamos la mirada perdida, o nos quedamos sin palabras porque no sabemos cómo traducir lo que sentimos y necesitamos. Pero vivimos en un mundo supeditado a la comunicación verbal y visual, que nos dice que todo lo podemos expresar de una u otra manera. Incluso nos simplifica las emociones con emoticonos, y nos inunda, continuamente, con imágenes “cargadas de significado”. Creemos pues que estamos preparados para comunicar todo lo que sentimos, pensamos y hacemos.

No obstante, hay situaciones en las que ni el mejor lingüista, ni el más inspirado poeta, ni el mejor fotógrafo, ni el supremo pintor podrían trasladar a la palabra, papel, daguerrotipo o lienzo, la tristeza, la felicidad, la desazón, el amor y la incertidumbre humanas.

Igual que no todos los problemas tienen solución, tampoco todos los sentimientos y estados anímicos tienen traducción posible. Y es que hay que dejar que nuestro cuerpo se exprese libremente, aunque algunas veces no sepamos lo que nos quiere decir. Tal vez lo que necesita es simple desahogo, desentumecerse de nosotros, un capricho reflejo, un escueto ejercicio gimnástico del alma…

No nos agobiemos por sentir sin sentido. No todo ha de tenerlo. Tal vez, simplemente, el sentido sea la ausencia del mismo. Pero nos dejamos llevar e insistimos, y nos pasamos la vida buscándolo.