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La cabeza cortada del sarraceno

En mi tierna infancia, hace medio siglo, en la catedral estaba colgada la cabeza de un sarraceno. En Semana Santa, ante sus ojos sin vida, la chiquillada nos dedicábamos a matar judíos. Antes de que al lector le dé un pasmo, aclararé que la cabeza era falsa, naturalmente: yeso y pintura. Trofeos semejantes se encontraban entonces en no pocas iglesias, como recordatorio de tantos siglos de lucha contra los infieles, de glorias de la Reconquista y de batallas contra turcos y piratas. En cuanto a matar judíos, ésta era la denominación popular que dábamos al acto de meter mucho ruido con matracas y tablones, en el momento litúrgico que rememora la tempestad que se abatió sobre Jerusalén cuando Jesús expiró en la cruz.

Cabeza de moro, matar judíos, y todo ello ante el presbiterio de la catedral: así eran las cosas a principios de los años sesenta, unos cuantos siglos más tarde de los decretos reales que expulsaron a los judíos y a los moriscos. Islamofobia y antisemitismo habían estado bien alimentadas, generación tras generación, y no solo en España, sino en muchos otros reinos cristianos europeos. Despertamos finalmente de la pesadilla y aplicamos la luz de la razón, aunque quizás no lo suficiente, porque con la misma falta de objetividad con que hace medio siglo se atribuían defectos morales innatos a ambos grupos humanos, hoy se defiende o condena a uno o a otro, según preferencias: en pocas ocasiones un conflicto tan distante como el de Palestina se ha vivido con tanta intensidad y subjetividad. Están allá, lejos, en una tierra que nunca ha tenido paz, pero para nosotros es como si estuvieran en nuestras propias costas, y cualquier intento de argumentación es replicado con la descalificación. A quien encuentra alguna lógica en las acciones de Israel de le acusa de sionista, islamofóbico e imperialista.

La réplica de parte contraria es la acusación de antisemitismo, con veladas referencias al holocausto. Es cierto que del conflicto árabe-israelí pende la paz en el conjunto de Oriente Medio, que es donde están la mayor parte del petróleo y el escondite de Bin Laden, pero la pasión del debate escapa a esta percepción tan racional. La cabeza del sarraceno y la matraca de matar judíos, y los largos siglos agazapados tras uno y otro símbolos, aun nos ciegan, ni que sea por reacción contraria, y el debate sobre la realidad poliédrica del conflicto se enreda y deviene infructuoso.

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