En la mesa, la maqueta de un barco, el San Juan de Nepomuceno. Mi padre y sus compañeros del astillero pasaron al modelismo desde los cambios en el sector naval durante los recesivos años setenta. La siderurgia y la metalurgia fueron reconvertidas y una generación de posguerra, hacedores de barcos, pasó a entregarse al mundo de las miniaturas. Cambió el paisaje en los alrededores de la vieja fábrica, y más allá del Camino de las Moreras nació la ciudad de las Artes y las Ciencias y hacia el mar, la nueva dársena para la Copa de la América. Hemos recorrido en cuatro décadas el camino que otros hicieron en un par de siglos y miras una foto de Eduardo Matos, de una cacería en un pueblo de Ciudad Real durante octubre de 1959 y ves a ese «hombre extraño» que mandaba en un país triste, en medio de 4601 perdices y sonríes porque confías en que hemos mejorado a pesar de la difícil situación, de los millones de parados, de las simples recetas de algunos de minimizar, adelgazar, terminar con el Estado de bienestar y las autonomías y hasta nos aconsejan «desdramatizar» la subida de la luz.

Ahora son tiempos de oscuridad en esta Europa que quiere eliminar lo no productivo, lo que no tiene viabilidad financiera. Se abandona el patrimonio histórico, los servicios públicos. ¿Es cierto que falta liderazgo? ¿Existirá alguna vez una Europa alemana? Las cosas empiezan y acaban de forma imprevista. ¿Regresará la vieja autoridad a las escuelas, a las familias? ¿Nos volverán a llegar los papeles a interpretar en la vida social? Entrelazados, no podemos vivir separados. No hay vuelta atrás y, sin embargo, ¿de dónde viene esa nostalgia de las viejas monedas y de las viejas creencias?

Para recobrar el coraje y seguir adelante, necesitamos encontrar lugares de acogida, como decía Joseph Brodsky: «Toda la vida es como una frase honesta e insegura en su camino hacia la coma». Cerramos la primera década del siglo con la impresión de que vamos a negro. La iniciamos con el ocaso definitivo de las torres gemelas que, entre nosotros, fueron los trenes de Atocha, y después vino la crisis de Wall Street que trajo, aquí, el paisaje desolado que nos rodea. Pero todo fin de ciclo tiene su reinicio, una ilusión de luz, como la primera vez que vimos un Pollock o un Rothko, como la primera vez que conocimos Manhattan, como las imágenes que nos entusiasmaron, que pasaron de los cromos de las chocolatinas de la infancia al Equipo Crónica de nuestra juventud.

Equipo Crónica que seguimos desde finales de los sesenta hasta 1981. Reinventando constantemente el viejo repertorio, la luz que proyectaba la obra de Manolo Valdés se deslizó cada vez más hacia la escultura, trayendo a la más estricta actualidad, la imagen velazqueña de antaño. Admirable coraje, un universo que se había quebrado en forma de drama, el velazqueño tenía un nuevo comienzo. Ahora paseas por tu ciudad y te gusta encontrarte con el parotet y la pantera rosa de Miquel y con la dama de Elche de Manolo Valdés y de golpe recuerdas la nieve sobre Manhattan, que durante 17 horas nevó sobre Broadway, sobre las esculturas que tiene expuestas. Están allí, de paso, al aire libre y cielo abierto, sepultadas en la nieve, a la intemperie, como banderas identitarias lejos de todos los estereotipos, en un lugar tan universal como Broadway, y tiene algo de reconfortante que se encuentren esos valores en los estragos de esa tormenta de nieve.

Como reconfortante es una canción de 1911. Suena al cierre del último episodio de la primera temporada de Boardwalk Empire, llamado Vuelta a la normalidad, sobre las imágenes de los cambios en la vida de la ciudad, Atlantic City en los años veinte, en los tiempos de la ley seca. La canción es Life´s a very funny proposition, cantada por Eddie Cantor. «¿Por qué todo lo que parecemos saber es que nacemos, vivimos un tiempo y luego morimos? Todo es una conjetura y nada es absolutamente seguro. Emocionantes batallas, destinos que peleamos hasta que cae el telón. La vida es una propuesta muy divertida, después de todo».