Ha empezado, una vez más, la batalla de la X que todas las primaveras libran los jirones rancios, los trasnochados residuos de antifranquismo que todavía quedan. Como butifarras olvidadas que siguen curándose indefinidamente hasta el acecinamiento supremo —pura tripa y carbón—, los nostálgicos del régimen dictatorial —carnemomia ideológica, irreducible y contumacísima— conciben fantasías patológicas, miran a través de un vidrio preterizante para no reconocer la realidad contemporánea y repiten, año tras año, la estrafalaria denuncia de una inexistente financiación de la Iglesia católica por parte del Estado.

La ojeriza encallecida que tienen a lo católico les nubla el sentido y ven subvención donde sólo hay ahorro; confunden donativo popular con gasto público; trocan en asignación presupuestaria la generosidad y la consciencia de cada vez más gente. Supuran tergiversaciones. No les gusta —vaya usted a saber por qué antiguos heredados rencores— que la Iglesia reciba nada, y dan al aire la batalla de la X invocando la infantería fantasmagórica de los prejuicios y el gran cañón de la crisis económica.

Su propia fogosidad les traiciona: dicen, por ejemplo, que hay recortes para todo menos para la Iglesia, pero esto es cierto simplemente porque no hay nada sobre lo que pudieran efectuarse. Sí: hace tiempo que la Iglesia no percibe dinero del Estado, sino que se financia exclusivamente con las aportaciones de sus fieles, a razón de un 25% proveniente de la X voluntaria en las declaraciones de renta y un 75% de las colectas y donativos privados. Y muy tonto sería el Estado si eliminase la casilla para la Iglesia de la burocracia tributaria, puesto que con ella se ahorra el fortunón que cuesta la ingente labor social que la Iglesia realiza mediante Cáritas, residencias, centros de acogida y un largo etcétera. Esto, sin embargo, no significa nada para cierto anticlericalismo vetusto que sobrevive oculto en las cloacas ideológicas del país y alivia su amargura exhalando embustes. Como los argumentos que utiliza en esta batalla de la X.

Afortunadamente, los hechos demuestran que la gente ya no pica, que las mojigangas televisivas y el pseudopanfletismo que segrega la infraizquierda en época de alcabalas ya no surten efecto: cada vez son más los que dedican parte de sus impuestos a la Iglesia. La batalla de la X es un infundio; una batalla sin campo y sin objeto; una batalla con un solo bando, pertinaz y obstinado, que lucha contra nada porque más allá de su insatisfacción existencial, de sus agrias frustraciones y de su virulenta furia no hay nada que combatir.