La química ha prestado grandes servicios a la humanidad. Muchos le atribuyen sin errar buena parte del mérito de que el agotado planeta Tierra todavía pueda alimentar a sus 7.000 millones de habitantes y de ser responsable de productos como el plástico o la gasolina sin los que resulta difícil entender la civilización actual. Sin embargo, cada vez es más evidente que algunas sustancias sintéticas diseñadas para hacer mejores los productos fitosanitarios o materiales más resistentes nos pueden pasar factura. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el volumen de sustancias químicas producidas al año en Europa ha pasado de un millón a 400 millones de toneladas. Están por todas partes, en el agua de nuestro entorno, en la comida, cosméticos, envases, plásticos, detergentes, etc. La incógnita es cómo nos afectan. Nicolás Olea, catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada, recordaba recientemente que de los 135.000 compuestos químicos que la UE tiene inventariados, «sólo» hay estudios toxicológicos en menos del 20 % y estudios completos «en no más de 20 sustancias».

Es decir, desconocemos sus efectos sobre el organismo, aunque se sabe que muchos de ellos actúan como disruptores endocrinos, alterando el papel de las hormonas y con efectos nocivos para la salud que pueden trasladarse a futuras generaciones. Ayer, el presidente de Fodesam (Fondo para la Defensa de la Salud Ambiental), Carlos de Prada, presentaba el libro «La epidemia química», en el que alerta del «efecto cóctel» de estas sustancias cuando se mezclan aleatoriamente en el medio natural o forman parte del diseño de materiales de uso común. Cabe investigar más y aplicar mientras tanto un mínimo principio de precaución. Los expertos reclaman medidas gubernamentales de prevención contra este problema, pero será difícil renunciar a esta química nociva que nos rodea.