Una de las características esenciales que identifican la grandeza de un valenciano es la de pasar inadvertido en su tierra. Cuanto mayor es su envergadura, más invisible es aquí. Andreu Alfaro fue reconocido por una masa crítica contraria al poder oficialista y a su propaganda inmediata a pesar de inspirar el IVAM en tiempos de Lerma y Ciscar: fueron los ambientes nacionalistas y el socialismo en el Consell los que equilibraron su consagración con la que ya invadía otras regiones europeas. Después, cuando el PP comenzó su hegemonía en la CV, la sombra del artista ya era demasiado alargada para liquidarla. Hubo que elevarla al altar de vez en cuando -el homenaje del IVAM en 2007- pero manteniendo las distancias debidas. Lógico. Alfaro no enlazaba con su universo. Tal vez sus geometrías de acero y aluminio bajo la influencia lejana de un Brancusi deformado, sus columnas de mármol que provenían de las diásporas de Bernini y Miguel Ángel, su picoteo en el constructivismo, sus asimetrías o esos territorios seminales posados en el Minimal afirmaran un espacio poético independiente de la calle. Pero esa calle estaba restituyendo una ideología que el autodidacta Alfaro -pasados sus años mozos en la carnicería familiar- había impugnado e impugnaba con ideas, pinturas y esculturas en movimiento, las materias de su testimonio. Su obra crecía, además, en una época en que el arte estaba ampliando la tumba que había abierto Duchamp a comienzos del siglo XX y que aún desprendía sus perfúmenes románticos mientras se aventuraba hacia la representación del tedio (o, mejor, hacia su no representación).

Sobrevolando ese crepúsculo y sus dilemas, Alfaro se refugió en la materia y en el único utensilio inmutable existente desde los caballos de Chauvet -el origen pictórico de hace 30.000 años-: la línea delicada, ténue, sutil, abrupta o brutal sobre el espacio vacío, regateando el equilibrio, a veces jugando con él como jugaría un niño perverso, entre composiciones que alargaban el trazo para buscar las fuentes de la razón y el humanismo. El arte de Alfaro pretendía vencer la inutilidad ontológica del arte, rebelarse contra un sustento quizás ya virtual. Y lo hacía como aquel dibujante primitivo en la cueva de Chauvet. Con sus mismos instrumentos.

El escultor que produjo dos mil obras se mecía entre Goethe y Fuster. Goethe, la expresión lúcida de la dialéctica y el descubrimiento del ideal grecolatino, el humanismo renacentista y la emancipación del individuo. Fuster, la aplicación del racionalismo y del Mediterráneo con la liberación de la servidumbre colectiva desde la dignidad: contra toda subordinación. Esa misma ola doctrinal que atraviesa la historia invitó a Alfaro a dividir el mundo: Tolstoi contra Dostoievski, Stendhal contra Hugo, Gropius contra toda la arquitectura que privilegia la fachada -Calatrava- en lugar del interior, donde vive el hombre.

Y esa misma ola, que cabalga sobre las voluntades porque contiene un mensaje ineludible, sujetó a Alfaro al compromiso cívico con su tierra y con los grandes conceptos humanísticos. De modo que fue uno de los últimos actores de la hornada que se confabuló para esquivar una tutela opresiva en el franquismo, en la postransición y aún después. Algún día se escribirá esa historia de cafés y tertulias en la que han de asomar la cabeza Vicent Ventura, Santiago Ninet, Ernest Lluch, Paco Dávila, Juanjo Estellés o Fuster y que aun podrían relatar Emilio Jiménez, Raimon o Doro Balaguer. Y tantos políticos despreciados por las nuevas generaciones y los aparatos partidistas. El adiós a Alfaro es el adiós a uno de los protagonistas de esa corriente machacada por la inercia social y el conservadurismo. Quizás pudo obviar el artista el espacio político y diluirse en su obra, pero ese dilema estaba resuelto de antemano: uno y otra conformaban un todo. No había manera de huir.

Una vez le vi componer unas líneas en un folio, con un lápiz enjuto y ruinoso, y cuando enseñó el papel había brotado la figura de su admirado Fuster. La operación le llevó dos minutos. Tal vez en esa simpleza resida el enigma del arte, muerto o moribundo, nunca se sabe.