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Si la cosa funciona

Hay algo de profanación turbulenta, de auténtica blasfemia, en la mera idea de adueñarse de una expresión del dolor común, de solidaridad colectiva.

Cientos de franceses han corrido estos días a registrar como propio el eslogan «Je suis Charlie» para utilizarlo en el futuro como una marca comercial. Hace años, cuando los escándalos de corrupción del PSOE que afectaron al ministro del Interior, los socialistas iban al Congreso con una chapa en la que se podía leer: «Yo soy Barrionuevo». El problema es que, al parecer, no mentían. A nadie se le ocurrió registrar la frase con fines comerciales porque, además de tratarse de un asunto local, no era fácil vender una lejía, ni siquiera un chorizo, con ese nombre. En todo caso, lo cierto es que el «Yo soy Fulano» no es una cosa de hoy. Lo que sí es de ahora mismo es el estado de picaresca avanzado en el que nos está dejando la crisis. Que a las veinticuatro horas de unos sucesos tan brutales como los de París, y con los cadáveres todavía calientes, las ventanillas de registros de patentes se llenen de colas de ciudadanos dispuestos a hacer su agosto, resulta significativo. Significativo de quiénes somos y hacia dónde vamos (quizá no de dónde venimos).

La gente empieza a registrarlo todo, ya que nunca se sabe. Usted no podría poner un bar con el nombre Casa Real, por poner un ejemplo, porque ya tiene propietario o propietarios. Creo que, al poco de morir Picasso, sus herederos se apresuraron a inscribir el nombre en la oficina de registros. De ahí el Citröen Picasso, un modelo automovilístico que la marca de coches tuvo que comprar para ponerlo en el mercado. Curiosamente, en un mundo donde apenas se respeta la propiedad intelectual importante, somos muy escrupulosos con estas pequeñas, cuando no mezquinas, pertenencias nominales.

«Je suis Charlie». El creativo a quien se le ocurrió la idea colocó el lema sobre una cartulina de fondo negro y de ese modo es como lo quieren registrar los arriba aludidos. No se imagina uno qué tipo de producto se puede vender bajo ese rótulo. No es que no se me pasen por la cabeza, entiéndanme, sino que me provoca un pudor excesivo mencionarlos. Hay algo de profanación turbulenta, de auténtica blasfemia, en la mera idea de adueñarse de una expresión del dolor común, de solidaridad colectiva. Pero ya veremos, quizá la cosa funcione.

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