No es del todo cierto que en nuestro país falte una cultura de la participación, más bien hay que decir que los gobiernos se han resistido, por regla general, a promoverla. Así, la gente ha ido rompiendo corsés, tomando las calles, aprovechando los resquicios que dejan los medios de comunicación para mostrar acuerdos, desacuerdos, críticas y, sobre todo, ganas de que se les considere protagonistas y no comparsas en las tareas públicas.

Precisamente el espacio público es uno de los escenarios preferidos para esa manifestación, que además cumple otras funciones muy dignas: la sociabilidad, la fiesta, el encuentro o el paseo. El espacio público es el eje central de la vida compartida. Pero también es el lugar del conflicto porque en él se entrecruzan intereses diversos y legítimos. Y entonces, la gestión pública es la capacidad de resolver los conflictos, no de negarlos.

El urbanismo, la construcción de la ciudad, tanto en sus aspectos de gran escala (un plan general, por ejemplo) como en los de menor ámbito (un jardín, una calle) ha permanecido durante muchos años secuestrado como materia críptica, con lenguajes técnicos inabordables, circuitos jurídicos complejos, patrimonio de las élites gubernativas, tecnocráticas y empresariales. Como resultado, los ciudadanos apenas han podido acceder a un mundo tan complicado: esto no es asunto vuestro.

Soplan nuevos vientos, las exigencias de transparencia y participación parecen irreversibles, y los gobiernos han de cambiar radicalmente la manera de responder a esa petición. La participación enriquece la democracia, así de claro. La participación no desautoriza la representatividad de los gobiernos, la amplía y la refuerza. Pero para participar, la información ha de ser verídica, completa y comprensible. Si falla alguna de estas variables, el proceso se agrieta. Requiere debate, pactos, soluciones técnicas y grandes dosis de sentido común. En el urbanismo, por su complejidad, resultan condiciones especialmente necesarias. Esto es lo que hemos venido enseñando a nuestros alumnos, esto es lo que cabe aplicar en la práctica.

Pongamos el caso del parque/plaza de Manuel Granero, en el entrañable barrio de Russafa. Ahora aparece un proyecto desafortunado que la actual corporación municipal hereda de la anterior, y a continuación pone en marcha la maquinaria para contratar las obras (262.000 euros). Verano por medio, proceso inexistente de participación (o incompleto, para ser menos duros) tal como mandan las exigencias para que sea considerado como tal, y conflicto al canto.

El parque muestra falta de mantenimiento, un claro abandono de años por parte de la Administración. Pero tiene muchas virtudes: un arbolado potente (que se salvó de la quema hace unos años por un proyecto de aparcamiento, gracias a la acción ciudadana) y unos espacios que los vecinos han hecho suyos, los mayores, los niños, los adolescentes. Ya quisieran muchos barrios disponer de un equipamiento de estas características. En esas condiciones, bastaría con un tratamiento de acondicionamiento, o si se quiere, un proyecto de mejora reforzando sus aspectos positivos, adecuando las zonas deterioradas. En todo caso, garantizando la protección del arbolado.

Pues bien, la exigencia administrativa „y las urgencias que marcan determinadas normas„ relativa a que el proyecto oficial ha de llevarse a cabo, a pesar de que hay una gran coincidencia en sus carencias y su falta de sensibilidad, exige un esfuerzo municipal añadido, que garantice un mejor resultado para el barrio y, por ello, para la ciudad. Cuando mayor dificultad hay en los procesos, necesitamos mayor exigencia, más esfuerzo imaginativo, más apuesta por la innovación, como reclama este caso.

El ayuntamiento tiene una oportunidad de oro para mostrar nuevas formas, nuevas actitudes y una voluntad manifiesta de defender el espacio público, escuchar a la ciudadanía y conciliar diferentes puntos de vista. Mientras, los árboles esperan con incertidumbre.